viernes, 18 de diciembre de 2015

El despertar de la fuerza


Si tengo ganas de ver la película es por saber cómo despierta la fuerza, porque la mía está dormitando hace tiempo, y eso que dicen que estoy en forma.
Es como estas veces que te das cuenta que has perdido algo y no sabes dónde, ni cuando, ni cómo. Si habrá sido en el trabajo, o andando por la calle, o corriendo por el parque, o en el metro, o en el padel, en el bar, en la casa de pepito o en la de menganita, en el centro comercial o en el pueblo, en el campo, en la sierra, o dios sabe dónde.
Total, que pasas unos días que miras en casa, en los mismos sitios, y nada, que no aparece. Te vas olvidando y al final lo das por definitivamente perdido, algunas veces te encoges de hombros y dices “pues vale”, otras, cuando te duele, maldices y en algunos casos hasta lloras de rabia.
Pero fíjate que gracia, tras largos años, como imagino os habrá pasado en alguna ocasión, de repente aparece, te quedas mirando y ya no sabes ni para que lo buscabas, te das cuenta que, realmente, no te servía para nada.

Pues igual ha pasado con mi fuerza. Pero vamos, que me toca un pie, porque yo no quería hablar de mi fuerza, si total, cuando la he tenido (o sentido) no me ha servido para mucho, para tener problemas más bien, pues te sientes inmune, que nadie podrá contigo, pero la puta realidad es que te llevas mamporros por todas partes. Es mejor ser un debilucho, una piltrafilla, y que nadie repare en tu presencia. Es mejor ser un ignorante y pasar de puntillas por todo. Miento como un bellaco, lo sé, pero mi lado oscuro es lo que me susurra al oído.

Siempre he sido demasiado “sensible” (por decirlo de alguna manera), término que puede englobar tantas cosas, todas ellas tan ridículas, que no merece la pena ni contarlas. Debería haber sido un “cabronazo” (por decirlo también de otra manera), pues, al parecer, es lo que se lleva, lo que pone, lo que mola, lo que excita. Y sé que la gente me dice que no, que no es así, pero sí, sí es así, así es. Ya no tiene remedio, ¿Qué le voy a hacer?

Pero no sé porque estoy contando estas chorradas, si yo no quería hablar de la fuerza, ni del lado oscuro, yo quería hablar (no de mi libro, ¿mi libro? Si no has escrito ninguno gilipollas) de algunas historietas que recuerdo de cuando iba al cine de pequeño en Navidad.

Siempre iba al cine con “nina”. Un día, pues antes comprabas las palomitas en bolsas de plástico, cogí un trocito (no de palomita, sino de plástico) y me lo metí en la nariz. Como la película me aburría, me inventé un juego: meterme el trocito de plástico cada vez más profundamente en mi nariz y, observar, con jolgorio, que, hurgando, podía volver a sacármelo. Hasta que, claro, hubo una vez que ya no salió, y mi dedo, intentando sacarlo, cada vez lo metía más dentro. Una buena lección para esta vida por cierto. Total, a lo que iba, que empecé a llorar como un energúmeno y mi tía nina llamó a la policía, bomberos y ambulancia ¡un médico! (esto es mentira evidentemente, pero me vi rodeado de tanta gente que mi imaginación de niño así lo pensaba).

Otro día, acompañado de mi hermana, mi tía, mi madre y una amiga de ambas, fuimos al cine. Como no había entradas para la nuestra, nos metimos a ver una que se titulaba “To er mundo e güeno”, de Summers, precursora de las cámaras ocultas en la televisión. Recuerdo que la gente se partía de la risa, se descojonaba de la risa, se meaban de la risa, y yo, angelito mío (como me llamaba la amiga de mi tía) no entendía absolutamente nada, pero nada de nada. Reconozco que, actualmente, algunas veces me pasa algo parecido.

Ahora, lo que más recuerdo, y esto es cierto, fue cuando fuimos a ver la película “Tobi, el niño con alas”, pues la gente me confundía con el protagonista y me miraban y me señalaban con el dedo. Mi madre y mi tía explicaban que no, que yo no era Lolo. Yo ponía carita. Espera, espera… ahora que lo pienso…, joder, quizás sea eso, quizás siempre he sido un Lolo, un niño bueno e incomprendido, quizás es que siempre soñé con tener alas.

Papi, ¿Sabes quién es Yoda?
¿Yoda?
Si.
Un personaje de la guerra de las galaxias, ¿no?
Papa… ¡es un Maestro Jedi!
Ya lo sé pequeño, ¿Y sabes que decía Yoda?
¿Qué decía papi?
“Hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes”. Recuérdalo siempre mi vida.

viernes, 11 de diciembre de 2015

TE TE TE TE QUIERO MÁS MÁS QUE QUE

Te quiero más que a los planetas
Te quiero más que a las estrellas
Te te te te te quiero más que al universo
Te quiero más que a los agujeros negros

Te quiero más que a los animales
Te quiero más que a las personas
Te te te te te quiero más que a todas las piedras
Te quiero más más que a todos los peces de colores

Te quiero más que a las nubes
Te quiero más que a las luces de Navidad
Te quiero más que a todos los coches
Te te te te te te quiero te quiero más más que a todo

Te quiero más que a las luciérnagas
Te quiero más que a los leones y los tigres
Te quiero más que a todos los tiburones
Te te te gggrrrr te quiero más que a toda la galaxia

Te quiero más que a las castañas y a las nueces
Te quiero más que a todas las alitas de pollo del mundo
Te te te quiero más que al tiramisú
Te quiero más que a toda la coca cola de los océanos

Te quiero más que al café
Te quiero más que al azúcar
Te quiero más que a todos los filipinos
Te te te te quiero más más más más que a todas las maquinas del mundo mundial

Ayyyy te te te quiero, te como como te quiero

Cada día más tonto


Lo que más me gusta de los parques de atracciones es irme de ellos, mirar el reloj y darme cuenta, con alivio, que se acerca la hora de que todo aquello cierre.
Y no es que me disgusten, ni me aburran, ni sufra, simplemente llega un momento que estas hasta las mismísimas narices. Si voy es por su carita de ilusión.  

La primera vez que fui a un parque de atracciones, vamos, al parque de atracciones de Madrid, lloré. Lloré 4 veces. Las recuerdo. Era tan pequeño.
El primer lloro fue en el laberinto de los espejos. Y no fue porque me perdiera, sino por los golpazos que me di. El primero me hizo gracia, el segundo me hizo daño y me hizo ponerme serio, al tercero puse carita de pena y al cuarto y siguientes berreaba por los pasillos como alma en pena.
El segundo lloro fue en las colchonetas. Y no fue porque me diera ningún golpe en esta ocasión, sino porque perdí una zapatilla. La verdad, no me hacía gracia la idea de estar el resto del día con un pie descalzo. Al final mi hermana la encontró. Gracias.
El tercero fue en la Noria. Yo era muy miedica. Y se cumplió la Ley de Murphy, es decir, la Noria se quedó parada justo, justito, arriba del todo. Por mi mente pasaron miles de desgracias, todas ellas relacionadas con mi muerte.
Y el cuarto lloro (y el último) fue en uno de esos paseos en barca tan relajantes. Al ir a meterme en la barquichuela resbalé, y una de mis piernas se hundió en el agua hasta la cintura. El agua no estaba fría y no era invierno. Creo lloraría de rabia, por mi penosa mala suerte y, sobre todo, de imaginar que alguien pudiera pensar que iba así de mojado porque me había meado encima.

No es de extrañar que después de mi primera experiencia, de este día de sucesivas desgracias, no tenga excesiva “afinidad” con estos sitios.

En otra ocasión, ya más crecidito, nos juntamos los amigos para acudir también al parque de atracciones de Madrid. Había una nueva atracción que debía ser la leche, daba unas vueltas sobre sí misma alucinantes, parecía tan divertido…
Allá que nos montamos. Lo primero que recuerdo fue las monedas y demás enseres de nuestros bolsillos cayendo al vacío, ¡me cago en tooooo! ¡¡¡Que eso es míooooo!!!
Lo que comenzó entre carcajadas, acabó casi en tragedia. A la segunda vuelta en aquel artefacto infernal mi estómago me rogaba de rodillas salir de mi cuerpo. Es más, creo que por encima de gritos y chillidos, se oía la súplica a voces, unánime y al unísono, de todos aquellos estómagos, de todos aquellos gilipollas que, como nosotros, estaban allí subidos. Recuerdo que me entró la risa tonta mirando la cara del resto de la gente, esos espasmos, esas dolorosas muecas de vomito contenido. Recuerdo que mi cuerpo me obligaba a mirar a los demás para no salirse de sí mismo. Era sufrimiento real. La gente estaba deseando bajar de allí para correr a esquinas y lugares apartados (y no precisamente para abrazarse y llorar de la emoción). Y oye, lo vendían como lo último de lo último.

Otro día, en el mismo parque, nos metimos a la casa del terror. La acababan de estrenar. Debía ser la hostia. Unas colas interminables. Entrabamos en grupos de 10 aproximadamente. Ninguno quería ir ni delante, ni detrás. Yo, como gran caballero, me ofrecí para ir el último. En esta ocasión, el destino fue benévolo conmigo, porque, tras doblar varias esquinas, con varios sustos, de repente, aún no sé porque, empezaron todos a correr como alma que les lleva el diablo. Y claro, el primero acabo patas arriba y el resto, uno tras otro, fueron cayendo encima. Un amasijo de cuerpos, chillidos, gritos, lamentos, todo ello en plena oscuridad.
Freddy Krueger y el de la motosierra de la matanza de Texas, dejaron sus quehaceres y se pusieron a intentar levantar y ayudar, lo cual fue peor aún, pues la gente se pensaba que venían ya a rematarles en el suelo. La gente chillaba, lloraba, imploraban al de la motosierra que les dejara en paz, que no les tocase, éste les decía que se tranquilizasen, que no pasaba nada, pero seguían aullando y arrastrándose no sabían dónde. Yo miraba todo el espectáculo desde atrás, flipando en colores.

Después inauguraron la Warner. En estos sitios, ya más modernos, me sorprenden las atracciones de agua. Algunas de ellas te las prometen como la culminación de una experiencia orgásmica, contemplaras a Dios y al resto de Ángeles celestiales. ¡No apto para menores! Te diriges con emoción (después de esas colas interminables), con tu impermeable puesto, tus botas de agua (opcionales), tu capucha, preparado para la ocasión. ¡Allá que te lanzan y! y…, y oye, lo único que te mojas es un poco el culete (de estar sentado). Sales con cara de auténtico gilipollas, con tu impermeable impoluto.
Pero que cosas, yo creo que lo hacen a propósito los cabrones, pues están también las atracciones de agua para niños. “Perdone caballero, ¿no se pone Usted el impermeable?” “¿El impermeable? ¿Aquí? Amos no jodas”. Parece un paseíto inocente en una barcaza. Te acomodas, bostezando del aburrimiento, casi me daban ganas de fumarme un cigarrito y todo, cuando, de repente, “¡¡HIJOS DE SATANAS!!”. Empapado de arriba abajo, pues la atracción consiste en que la gente, desde fuera, te dispara agua, no con ridículas pistolitas, sino con una especia de mangueras. Se descojonaban de la risa y no había sitio donde esconderse. Total, que después de 5 minutos de acordarte de sus madres, de señalarles con el dedo en plan te voy a moler a palos, sales y te vas a lo que ya parece una especie de tenderete. Te quitas la ropa, la escurres, la tiendes al sol y esperas un ratito a que se seque.

“¿Qué hago aquí? Cada día más tonto, ¿Qué necesidad tengo? ¿Qué necesidad tengo de morir aquí? Porque puedo morir, está claro. Esto se puede descarrilar, se puede romper la seguridad que llevo y salir volando (desintegrándome), me puede dar un jamacuco. Joder, con lo bien que estaría sentado en una terraza, tomando un café o refresco y fumando un cigarrito. Eres subnormal tío. Eres un auténtico gilipollas, ¿total? ¿pa qué? Pa na”.

Estos pensamientos siempre me vienen a la cabeza en las montañas rusas, cuando subes despacito antes de caer en picado. Y no me jodáis, que muchos de vosotros también lo pensáis igual.

En la Warner hay una montaña rusa especial, toda hecha de madera, enorme. Absolutamente todo es de madera. Primero miras así como con algo de recelo, pensando que ese mamotreco se puede desmoronar de un momento a otro, después esperas (de nuevo) esas colas interminables y tercero, al salir, insultas y maldices al buen señor o señora que ha dedicado su tiempo libre a diseñar aquello. Os lo diré: no sientes la espalda al bajarte.

En otro famoso Parque, al ir a entrar con un amigo, los vigilantes revisaron su mochila y ante su sorpresa (y la mía), sacaron de la misma un envoltorio con lo parecía una herramienta dentro. Ni herramienta ni leches. No una navajita de estas enanas, ni un cuchillito para cortar en rodajas el salchichón, sino un Machete, con mayúsculas, de más de 20 centímetros, y no era de juguete no, según lo sacaban de la funda un escalofrío recorrió mi cuerpo. Se lo requisaron. Pataleaba como un niño pequeño. Yo le miraba con la boca abierta. “Pero chico, ¿Cómo huevos se te ocurre llevar eso ahí dentro?” “Es un regalo, un recuerdo que siempre llevo en mi mochila” “Pero alma de cántaro, que no vamos de caza, que estamos en Disney, da gracias que no te hayan esposado y llevado al calabozo directamente, yo lo hubiera hecho”.

Me quedo con sus risas
Me quedo con París
De París vienen los niños
Y las noches de París son mágicas
Me quedo con su carita de ilusión
Me puedo partir el lomo cargando en los hombros que me da igual, que me da lo mismo

martes, 1 de diciembre de 2015

Capitán Haddock (sin barba)


Después de mi última cogorza en el puente de todos los santos (Halloween), me he puesto a pensar que mi cuerpo ya no aguanta estos desmanes. Porque lo malo no fue al acostarme, pues caí sopa, lo malo fue al levantarme, al intentar levantarme más bien. Que dolor de cuerpo humano por dios. De estas veces que no puedes mover ni un mísero dedo.

Es alucinante el devenir humano en el alcohol, bueno, mejor dicho, la relación del cuerpo humano con el alcohol. Mi relación empezó, como no podía ser de otra manera, en mi pueblo. En realidad todos mis vicios, buenos y malos, tuvieron su origen en mi pueblo.

Uno suele comenzar con el champan o el cava, en navidades. A ver… dame un poquito más, espera, que no me vean y me vuelvo a llenar la copa, jolin, esta rico. Pones carita y ¡viva la navidad!

La cerveza. Primero los botellines, también llamados botijos. No es que me chifle la cerveza, de hecho suelo terminar con dolor de cabeza, pero claro, hay que tomarla. Botellín, botellín, más botellines, caña, caña, y otra caña, y pierdes la cuenta. Se mea bien, eso sí. ¿Quieres otra? ¿La penúltima? Pues venga, ya puestos.

Adoro esas jarritas heladas con su cerveza bien fría en verano, joder, acompañadas de un poquito de limón a ser posible.
También me gustaba la cerveza negra en la Taberna de Elisa. Que historias madre.

El primer alcohol, pero alcohol me refiero a lo que comúnmente ya es alcohol en sí mismo, porque claro, la gente se piensa que los botellines o cañas no es alcohol, es aperitivo. Bueno, que me voy de la historia, me refiero que mi primer cubata (y cogorza) con alcohol, aunque tuviera pocos grados, fue con Martini. Fue tal el asco que lo cogí que aborrezco su olor y también, de paso, a quién observo que lo pide en una barra. Aun escribiendo esto creo que me ha venido el sabor a la boca…

Pero claro, creces y tienes que parecer más chulito. Pasemos al vodka. De pensarlo casi echo el arroz que acabo de comer. Vodka por aquí, vodka por allá, por dios, con limón o con naranja fresquita. Eso de pedir un Smirnoff… tenía su aquel.

Y sino, jajaja, espera, que me acabo de acordar, esos submarinos, esos minis de cerveza con alguna copa dentro, del alcohol que fuera, pero…, no, venga, en serio, ¿eso bebíamos? De verdad querido hígado, lo siento.
Y sino esas mezclas, llamadas minis, de bebidas que no conocía ni su puñetera madre, esos chupitos de tequila. Y sigo vivo oiga, no me lo creo. Debe ser cosa de magia.

Para que contar las cogorzas. Todos, o casi todos, las hemos tenido.

Llega un momento en tu vida que te sientes ya mayor. Que te sientes un hombre hecho y derecho. Que tienes que beber lo que toman los hombretones. Los machos ibéricos. Llegado ese momento, das paso al whisky.
Un hombre como debe ser, con pelo en pecho y dinero en el bolsillo, debe tomarse un whisky, nada de mariconadas de ponches ni gilipolleces de vodkas. Whisky.

Y que mejor whisky que el español de toda la vida joder, ese segoviano, con dos cojones. Y en vaso largo, nada de tontas estas de ahora de vasos regordetes.

En mi peña, en fiestas, teníamos asignada una botella de whisky, por persona y día.
Os podéis hacer una idea del grado de alcoholismo de los pueblos castellanos.

Así va pasando tu hígado las fiestas y reuniones, con ese amigo, ya casi inseparable, llamado whisky.

En el pueblo, para quedar bien con los trastornaos y demás seres, te tomas tu segoviano. En Madrid y demás sitios ya es distinto, no me jodas, no vas a ir a un sitio con cierto estilo y pedir un segoviano, tienes que pasar a las marcas escocesas y esas cosas.

Y el vino, ay ese vinitoooooo, no me digáis que no. Cuando eres pequeño y, por ejemplo, estas en una boda. Y ves al típico barrigón bebiendo su copa de vino sin parar, piensas que debe ser un sujeto asqueroso, alcoholizado, chispuzo y seguro mala persona. Pero ¡ops! por arte de birlibirloque te ves tú, si tú, aún sin barriga, pero ya medio chuzo y con una sonrisa de oreja a oreja, con esa misma copa de vino y mirando al niño con cara de eh… vale, ¡no me mires así cojones!

Volviendo al alcohol puro y duro, también pasas por momentos de modas varias. Yo también las he pasado, lo reconozco. A la ginebra, con tónica. Tu hígado ya te insulta, le tienes hasta los mismísimos huevos de tanto cambio.

Gracias a la ginebra estuve 3 meses sin probar alcohol. Me debió entrar una especie de alergia o algo así. Muy raro. Fue con Pablo. Estábamos en la playa y salimos por la noche al chiringuito, así estilo chill out, con esa música envolvente y esas camareras…
Esa camarera, que Dios la tenga en sus oraciones, como yo también la tuve en las mías, pues me acordé de ella y su familia durante tanto tiempo… que seguro que aún la pitan los oídos. No pensaba insultarla, pero lo haré, ¡ja puta!, menuda mierda nos sirvió. Con 3 copas, estando nuestro alojamiento a 5 minutos, conseguimos perdernos en la playa y los alrededores, agarrados del brazo, haciendo eses por el paseo marítimo. Tardamos una hora en llegar. Al día siguiente no le dije a Pablo de ir al hospital por pura vergüenza torera.

Así que me pase al ron. Creo que todo ser humano termina con el ron, como los buenos piratas. Como el Capitán Haddock. Un poco ya asqueados.

Pero ya no estoy para estos trotes y eso que el ron me cae bien, será que mi hígado ha encontrado a su media naranja, pero no tomo el ron con naranja, pero eso sí, me gustan fresquitos y de verdad, aunque no me creáis, no voy borrachuzo, he tomado agua en la comida, os lo prometo…

lunes, 30 de noviembre de 2015

Sitges 1883


Es un trabajo que le persigue desde hace años, que le impusieron si quería salvar su vida. Una deuda que, aun así, tenía sus cosas buenas. Le permitía viajar en el tiempo y en el espacio, pues aquellos encargados de atrofiar los sueños y la esperanza, de aniquilar las ilusiones, creando espejismos a su antojo, utilizando y mutilando en la sombra a aquellas almas inocentes que lo querían dar todo, de enterrar los sentimientos como si no existieran o hubieran existido, de asesinar a los creadores, de maltratar a los creyentes, se extendían, se extienden por todo el universo conocido, en cada época y lugar, utilizando las armas que tenían a su alcance.

A él también le dieron armas para combatirlos. Y esa era su misión.

Serían alrededor de las 9 de la mañana. Empezaba a hacer fresco, pero se resistía a ponerse aún el abrigo. Se fumó el último cigarro antes de entrar en la estación. Lo miró, lo tiró y lo pisoteó en el barro.
Mientras bajaba las escaleras se ajustó la corbata. Entró en el andén.

El tren recorría toda la línea del mar. Un antiguo tren de finales del siglo XIX. Corría el año 1883.
Tenía un compartimento privado, para él solo. Lo prefería así. Enseñó su billete y se echó la mochila a su espalda.
De repente se paró extrañado. Frunció el ceño y se dio la vuelta. Volvió sobre sus pasos y se quedó mirando una esquina. En un rincón del pasillo había un papelito pegado. Acercó su mirada y leyó: “Sonríe”. Le hizo gracia. Y sonrío.
Siguió andando, pero volvió a pararse. Volvió a darse la vuelta y volvió a mirar ese papelito. Miró a los lados, pensando que sería una broma, o una trampa. Como nadie le miraba, ni nadie prestaba atención al papel, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo, por si acaso.

Pasó por los vagones dirigiéndose a su compartimento. Quería llegar para descansar un rato antes de dedicarse a sus quehaceres. Llegó hasta la puerta y se dispuso a entrar, cuando, de nuevo, al fondo, divisó otro papelito en una de las ventanillas. Como no quería despertar sospechas, entró a su compartimento y cerró detrás de él.
Traicionado y utilizado por naturaleza, se quedó escondido tras la puerta, sin hacer ruido. Se quedó así un buen rato, escuchando. Pasaban los viajeros, hablando entre ellos, ruido de pasos, de maletas arrastrarse, de risas, de buenos días y adioses. Entre todos esos ruidos, escuchó una voz canturreando y el sonido inconfundible de un llavero, con incontables llaves que deberían abrir puertas de algún sitio por descubrir, que solo su dueño debería conocer.

Cuando el silencio se adueñó del pasillo, abrió su puerta muy despacio y miró a ambos lados del pasillo. El papelito seguía en su sitio. Se acercó y lo leyó: “Sonríe, eso confunde a los demás y además ¡se pega!”. Esta vez soltó la carcajada. Miró por la ventanilla, cogió el papel, se lo volvió a guardar en el bolsillo y volvió a su compartimento.

Sacó los papelitos y los dejó encima de la cama. Se quedó mirándolos. Suspiró.
Abrió su mochila y empezó a ojear los encargos que tenía previstos para todo aquel largo trayecto por la costa.
Normalmente esperaba que le trajesen el desayuno a su compartimento: café con leche y bollito de chocolate, pero, esta vez, decidió dirigirse él a la cafetería.
Por el camino se encontró un folio tirado en el suelo, lo recogió y, para su sorpresa, vio escrito a grandes letras: “Haz lo que amas”. Se quedó con el papel entre sus manos, oyendo el traqueteo del tren. Lo dobló de forma cuidadosa y se lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

Esa mañana desayunó su café, acompañado de frutas y barrita de pan, sentado en un taburete enfrente de la barra. Y al final de la barra, divisó lo que parecía un libro. Sin dueño, abandonado. Quizás olvidado. Terminó de desayunar y el libro seguía en su sitio, nadie había aparecido para recogerlo. Se acercó y lo miró. No se trataba de un libro, sino de un diario, con este título: “Nunca dejes de soñar”. Se dirigió al camarero.

- Perdone, este diario, ¿sabe a quién pertenece?
- Pues no lo sé Señor, lleva ahí toda la mañana, por aquí pasa mucha gente a desayunar, imagino que volverán a por él.
- Gracias.

El camarero se dio la vuelta y volvió a atender a su clientela. Se quedó con el diario entre sus manos, con una sensación irresistible de hojearlo. No estaba bien lo que iba a hacer, pero la tentación le ganó. Cogió el diario y se lo guardó en el otro bolsillo interior de su chaqueta. Pagó el desayuno y salió de la cafetería.

Deambuló por los pasillos y zonas comunes del tren, buscando un sitio relajado para poder hojear el diario a gusto, pues no le apetecía volver a su compartimento. Y, sin darse cuenta, llegó hasta la parte trasera del tren, al último vagón.
Giró el pomo de la puerta, pero no se abrió. Estaba cerrado con llave. Intento mirar por el hueco del ventanuco, pero estaba en penumbra.
Alzo la mano para llamar, pero se quedó inmóvil. Apoyo su cabeza en la puerta y cerró los ojos. Estaba agotado. Y no quería molestar. Le daba la impresión que siempre molestaba, que sobraba.

Para su sorpresa la puerta se abrió.
Apareció la silueta de una mujer, con el rostro tapado por los mechones de su ondulada melena negra, aun así divisó sus ojos negros y su boca, preciosa, en una cara marcada. Alta. Delgada. No pudo descifrar su edad. Iba descalza, con un largo jersey por debajo de sus muslos. Llevaba entre sus manos una taza humeante de café, que bebía a sorbitos mientras le miraba a los ojos.

- ¿Se ha perdido? ¿Busca algo?
-  Es difícil perderse en un tren. Solo buscaba un sitio tranquilo para leer.

Se dio cuenta que aquellos ojos negros le miraban detenidamente, sin pestañear, mientras bebía su café tranquilamente. La observó sonreír.

- Lo que quiere leer es mío.
-¿Ah sí? Vaya… perdone, lo encontré en la cafetería.
- No pasa nada. Puede ojearlo si le interesa realmente, solo hay frases sueltas y recuerdos. Pero después, devuélvamelo, por favor.
- Es suyo Señorita. Es su diario.
- Lo comparto con Usted si quiere.
- Gracias, es Usted muy amable.

Observó el interior del vagón detrás de ella. Libros por todas partes, velas, olor a frutas, una maleta, un enorme cuadro de un león y hasta un piano.
Miró cómo volvía a sonreír tímidamente, mientras se empezaba a liar un cigarro.

- ¿A dónde se dirige Señorita? ¿Cuál es el motivo de su viaje?
- Dejo cosas atrás que me persiguen, aunque ya pesan menos. Necesitaba un cambio. ¿Y Usted caballero?
- Por trabajo.
- ¿A qué se dedica?
- Soy escritor.
- Me gusta leer.
- Ya lo veo.
- ¿Hasta dónde viaja?
- Hasta Sitges.
- ¿Ah sí? Vaya, ¡que coincidencia! Yo también.
- Pues sí.

Silencio. Solo roto por el zarandeo del tren. Mirándola como fumaba, una sensación de excitación y tranquilidad al mismo tiempo invadió todo su cuerpo.

- Le dejo su diario, es suyo, en otra ocasión, quizás, pueda saber lo que hay dentro.
- Como quiera. Gracias por guardármelo y devolvérmelo.
- De nada.
- Dígame, ¿Por qué no sonríe más?
- Me robaron la sonrisa y me cuesta recuperarla.
- Le miro y veo migajas rancias, dolor, reproches, puñales y mucho cansancio. Agotamiento. Veo negación, incomprensión, al límite. Partido. Roto. Aun así… queda una grieta pequeña que vierte una luz cegadora al exterior. Todavía hay brillo en sus ojos, un brillo mágico y envolvente, una explosión de luz, pura energía. Su voz es potente y clara, pero siente que no es escuchada, ni comprendida. Su capacidad es genuina y, sin embargo, no puede.

Sintió dolor en el pecho. Ganas de llorar. Cogió la mano de ella, se inclinó y se la besó dulcemente.

- Debo marcharme Señorita, gracias por la conversación. ¿Viaja Usted sola?
- Si.
- Pues tenga cuidado. Adiós.
- Adiós.

Se dio la vuelta y volvió a su compartimento. Lloró ante el retrato que aquella dama desconocida, o no, había hecho de sí mismo.
El tren seguía su camino, lentamente. Llegó la noche y le costó conciliar el sueño.

Los silbatos de la estación le despertaron. Habían llegado al destino. Se desperezó y miró por los cristales, recordando la sonrisa de aquella señorita. Se vistió y recogió todo despacio, reflexionando sobre su vida. Suspiró, cogió ánimos y salió del compartimento. Se topó de bruces con ella, que iba trotando por el pasillo. Lanzó un chillido, que se convirtió en risas.

- ¡Dios mío! ¡Que susto me acaba de dar! ¡Está aquí!
- Sí, estoy aquí.

Un par de segundos de miradas furtivas. Ella echó sus brazos al cuello. Él sus brazos a la cintura. Y sus labios, sus bocas, se juntaron. Una boca para la otra, sin ninguna intención de parar en esos momentos.

 
A finales del siglo XIX Sitges empezaba a ser una ciudad cosmopolita, culta. En su seno vivían y trabajaban escultores, pintores, escritores y compositores, personajes de lo más variopinto. Y todos ellos, varias veces al año, se reunían para contrastar sus ideas y creaciones.

Bajando del tren se perdieron entre el tumulto. Hasta nuestro próximo encuentro...


La razón, el encargo por el que estaba allí, en aquella época, le era aún desconocido. Debería, como otras muchas veces, dejarse llevar por su intuición y que el destino quisiera ser benévolo. Nunca lo sabía hasta el final.

Solo sabía que a la hora indicada debería estar en un Edificio llamado “Casa Sebastia Sans i Bori”, una casa imponente de piedra recientemente construida, con un pórtico en la entrada con columnas jónicas.
Los alrededores estaban atestados de gente y se oía bullicio en su interior cuando llegó a las puertas. Traspasó la entrada y alguien le deslizó un trozo de papel. Lo observó detenidamente. Esbozó una pequeña sonrisa. 
En el jardín trasero del Edificio daban un pequeño coctel. Y allí se congregaba la gente, todos ellos vestidos para la ocasión, hablando sobre sus libros y poemas.

Era un maestro en pasar desapercibido. Sonriendo, era casi un juego. 

Aún así sintió zozobra, tensión. Pensó en puñales traicioneros. Fue al baño, detrás de uno de aquellos personajes. Se topó con él en la entrada.

- ¿Por qué no me da lo que lleva encima?
- ¿Cómo dice caballero?
- El veneno que guarda y el puñal que esconde.
- No sé a qué se refiere caballero.
- Démelo o no saldrá con vida de estos baños.

Alguno de ellos era experto en el combate cuerpo a cuerpo. Terminó con algunos botones de la camisa rotos, varios rasguños en el rostro y golpes diversos en su cuerpo, pero él terminó muerto dentro de uno de los baños, con el cuello partido.
Se lavó las manos, se ajustó su chaqueta y salió de nuevo al recibidor de la planta baja. Notó alguien a su espalda. Se volvió y observó que le ofrecían un cigarro.

- ¿Fuma caballero?
- Si, gracias, justo pensaba en hacerlo ahora mismo.
- Ya imagino, ¿Todo bien?
- Por el momento sí.

Escuchó de nuevo esa voz canturrear y el tintineo de llaves. Era ella. Pasó por delante. Acababa de llegar. Se quedó hojeando los libros de la entrada, pasando sus dedos lentamente por las hojas. Le brillaban los ojos con cada página. Andaba muy despacio.

Se miraron. Él con sorpresa, ella con timidez.
Se miraron. Él con ansia. Ella con deseo.
Se miraron. Sonrieron. Él con ternura. Ella con dulzura.

Comenzó a subir las escaleras de caracol que accedían a los pisos superiores. Despacio, mirando hacia atrás, mirándole a los ojos.

- ¿A qué esperas? Ve.
- Me muero por hacerlo la verdad.
- Pues venga, ya me ocupo yo de todo lo demás, no te preocupes.
- No puedo dejarte solo.
-  Claro que puedes. Si estás aquí es por ella, ¿aún no lo has entendido? ¿aún no sabes lo que significa?

Subió las escaleras tras ella. Ya no estaba. Debía haber entrado en alguna de las innumerables habitaciones de aquel edificio. Ni un rastro.
A veces, sólo a veces, el mal se vuelve contra sí mismo y hace involuntariamente un bien, ocurre de vez en cuando. Así ocurrió. Pues la buscaban. Y él siguió al mal, para hallar el bien.

Husmeando tras la puerta, con su puñal ya en la mano. Agarró su muñeca.

- No.
- Tú otra vez… ¡te odiamos! ¡traidor!
- Huye de aquí.
- ¡No! Es su hora… ¡y a ti también te llegará la tuya!
- Quizás, pero aún no. Aquí sí que no entrareis. En la vida.

Hundió su daga en su corazón, hasta sentir su muerte. Arrastró su cuerpo a una zona oscura y dejó una copa con veneno entre sus manos.

Empujó la puerta. Se abrió sola. Allí estaba, fumando apoyada en la repisa de la ventana. Se miraron.

- Le dije que tuviera cuidado, ¿Cómo se le ocurre dejar la puerta abierta?
- Uy… no me he dado cuenta…

Se acercó a ella. Su aliento en su nuca. Le quito la ropa. Desnuda, de espaldas, mirando por la ventana. Recorrió su cuerpo, entero. Solo se oían sus manos en su piel. Sus suspiros. 

Desnudos. Ella leyéndole en voz alta. Él acariciándola mientras lo hacía.
Cogió un lápiz de carbón y dibujó en su espalda: “Hoy oí”.

- Es usted realmente encantador y guapo, pero jamás podremos juntos conseguir nuestros sueños.
- Usted es especial señorita. En el fondo de mi corazón así lo sé, aunque jamás la olvidaré.
- Aunque no suelo hacerlo, yo igual.

viernes, 16 de octubre de 2015

Bájate conmigo. Hazlo. Por favor


Cazadora, camiseta y botas negras. Vaqueros. Así es como solía salir por las noches. Así recorría Madrid. Aquella noche, deambulaba por las callejuelas del Centro. Estaba esperando, aun no sabía muy bien el qué. Se cruzó con ella en aquella calle que casi nadie transitaba.
Él sí, porque estaba esperando. Se cruzaron las miradas al pasar uno delante de la otra.

El metro estaba a punto de cerrar.

Me dí la vuelta, observé. Se metió al metro. Joder, ¡Joder!, vale, vamos.
Miré el reloj. El último tren estaría a punto de pasar.
Dejé un espacio prudencial de un minuto. Pasé mi billete y empecé a bajar las escaleras.
Oí el tren llegar. ¡Corre!. Bajé saltando los últimos escalones, escuché el pitido. A punto de cerrarse las puertas. Me tiré literalmente encima, metiendo mi cuerpo.

Había 21 personas en el vagón. Ella, yo y 19 personas más. Me quede de pie los primeros instantes. Miré el mejor sitio para sentarme y lo hice. Debía apestar a noche y tabaco.
Bajé la cremallera de mi cazadora lentamente. Subí la mirada. La observé. 

Melena muy negra, rizada. Ojos negros. No muy alta. Muy atractiva. Con gafas. Zapatillas negras, vaqueros muy ajustados, chaqueta negra, camisa blanca. Llevaba su carpeta entre sus brazos, abrazándola como si fuera su vida. De pie, en el espacio entre la puerta y los asientos, mirando por los cristales de la ventana, casi aproximándose a la puerta, como si quisiera salir, huir, cuanto antes.

Línea a las afueras de Madrid. Iba bajándose la gente.

Tenía la mirada fija en la ventanilla. Y de ahí la bajaba a sus pequeñas zapatillas negras.
De la ventanilla a sus pies. Y la carpeta abrazada a su pecho.

Mírame. Hazlo.

Levantó la mirada y nuestras miradas se encontraron. Hice un pequeño esfuerzo por sonreír. Ella me miró con una tristeza que invadió mi alma. Y volvió a sus zapatillas. En esos momentos terminé de entenderlo. La razón por la que estaba allí.

¿Qué hacer? ¿Qué puedo hacer? Volví a mirarla. Era realmente guapa. Dios.

Pasaban las estaciones. Quedaban 8 para el final del trayecto. Y quedábamos 8 personas en el vagón. Ella, yo y 6 personas más.

Cerré los ojos. Estaba realmente agotado. No te duermas, aún no. Me deslice en el asiento, entre mis fantasías. Respiré profundamente. Abrí los ojos de repente y la miré. La pillé mirándome fijamente. Bajó la mirada de nuevo a sus zapatillas. Sonreí.

¿Y si le digo algo? ¿Y si me acerco y le comento cualquier chorrada? No pierdes nada.
Ya, pero quizás se asuste. Antes incluso.

5 estaciones para el final del trayecto. Se abren las puertas.

Nos quedamos 4 personas. Ella, yo y 2 personas más. Una de ellas en una esquina del vagón, sentado, con la mirada fija en la puerta. No se inmuta. Las manos apoyadas en sus rodillas. Alto. Inexpresivo. Parece que no tiene nada que decir, ni nada que ofrecer. En la otra esquina una mujer, con las piernas cruzadas en su asiento, en su día quizás lo fue, pero tiene todos los síntomas de haberlo dejado por el camino, de ya no creer. De hecho, llevo observando a ambos, de reojo, desde que entré en el vagón.

Vuelvo a mirarla. Cada vez está más cerca de la puerta. Sabe que su estación está próxima y solo quiere llegar. Se acaba el tiempo. Haz algo. Hazlo ya.

4 estaciones. El único sonido es el de la maquinaría del metro. Pienso…

Se acerca la tercera estación antes del final. La miro. La miro fijamente. Creo que ella lo está haciendo también en el reflejo de la ventanilla. Respiro hondo. Me levanto. Con pinta de cansado y medio borracho. Me planto delante de la puerta. Ella se aparta un poco. Me agarro a la barra. Bajo la cabeza. Mi corazón palpita fuerte. Tensión. Hazlo. Si no lo haces ahora, ya no podrás hacerlo.

Aprovecho cada ruido de la maquinaría para susurrar, muy bajo, para que ella me oiga, pero solo ella. Sin mirarla. Mirando al suelo.

“Hola" "No digas nada"

Aprovecho el siguiente traqueteo.

“Bájate conmigo. Hazlo. Por favor”

El ruido de los frenos llegando a la estación me termina de ayudar.

“No te asustes. Confía en mí. Bájate conmigo”

El tren se para. Sigo sin mirarla. Se abren las puertas. Me bajo del vagón y ella conmigo, casi rozándonos. Es el destino. Así lo ha querido.

Dirijo rápidamente mi mirada a la derecha. Ese hombre, sin titubear, también se ha bajado. Tiene su mano dentro de su abrigo. Es la hora. No dudes.
Saco mi automática y disparo. Al corazón. Cae fulminado, con el arma en su mano.
Me giro en un segundo. La mujer de la otra esquina también esta fuera. La grito: “¡No!” ¡¡No!!”
Pero no me escucha. La disparo a su hombro y a su rodilla. Cae al suelo. Grita de dolor. Se arrastra por el andén hacía su arma, que ha quedado a unos metros de ella.

Me acerco. La miro.

“Hijo de puta… ¡hijo de puta!”

¿Por qué? Dime sólo eso. Miro en su mente. Y ella en la mía. Le hablo: “Hazlo conmigo, aún puedes”. Aprieta los dientes y me responde: “No… ¡jamás! Estas son las reglas. ¡Y las reglas deben cumplirse!”.

Sin piedad. Si no lo hago, volverá a buscarla. Y volverá a intentar matarla. La disparo entre ceja y ceja, atravesando su cabeza. Estoy temblando.

Me doy la vuelta. Me dirijo a ella. Se ha quedado petrificada. Su carpeta se le ha caído al suelo. No puede moverse. Esta tiritando y llorando.
Me acerco y recojo su carpeta. Se la dejo entre sus manos, mirándola a los ojos.

“¿Por… por qué los has matado? ¿Qué ha pasado? ¿Tam… también me vas a matar a mí?”
“No, tranquila”

Me enciendo un cigarro. Me mira con la boca abierta. Las lágrimas resbalan por su rostro.

“Los he matado porque querían matarte, tan sencillo como eso. Esto no ha pasado. Piensa que ha sido solo un sueño, en eso eres experta. Vuelve a tu casa y escríbelo si quieres, pero solo eso”
“¿Por qué me dices esto? Y... ¿Cómo… cómo sabes que me gusta escribir?”
“Eso no importa. Pero no dejes de hacerlo nunca”
“¿Por qué?”
“Porque eres una creadora de sueños”
“No entiendo nada…”

Doy una calada al cigarro y señalo a los cadáveres en el andén.

“Ellos quieren mantener su mundo de reglas. Quieren obligarnos a no creer. Quieren hacernos comprender que así es la vida. Y odian a todo aquel que intente crear, a todo aquel que quiera creer. Y soñar es el comienzo”
“No sé qué decir… ¿Y tú? ¿Quién eres tú?”
“¿Yo? Yo…”
“Sí. Tú”
“Yo era como tú. Un creador de sueños. Con el tiempo..., me he convertido en esto que ves: un guardián de sueños. Vuelve a casa por favor”
“¿Y tú que harás?”
“Escaparía contigo, corriendo y riendo por la ciudad, pero debo limpiar todo esto y aún tengo trabajo esta noche. Un par de encargos más”.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Aprendí a pasar frío


Empieza a hacer fresquito, pero no me importa. Siempre me han gustado el otoño y el invierno. Me gusta asar castañas, subir a la sierra y tirarme en trineo por la nieve con Ricardo, comer gachas de mi madre, acercarme al monte en bici, sentir el frio en mis orejas y escuchar el absoluto silencio del viento, bajar al rio, mirar y darme cuenta que todos están hibernando, hasta quizás los peces, sentir que no somos nada y pensar en lo helada que estará el agua, me gusta la sensación de mojarme y saber que al llegar a casa podré secarme delante de la chimenea, me gusta el café calentito con el frío fuera.
En fin, tontunas así me gustan, ¿Qué le voy a hacer?

También, en mi pueblo, me gusta dormir con las ventanas y balcones abiertos, no solo en verano (pues odio el aire acondicionado) sino también en invierno.

Me gustaba taparme con las mantas hasta la cabeza y observar como la lluvia o la nieve caía fuera. Notaba el frio alrededor de mí, si sacaba un pie se me iba quedando helado, pero estaba calentito dentro, a gustito.
Algo así como sentir que estas de acampada, que estas en una aventura a la intemperie, pero que tú, te encuentras a salvo, acurrucado entre la ropa.

Tengo que decir que esto lo hacía de pequeño. Actualmente muy pocas veces. Y claro, como os podéis imaginar, siempre lo he hecho solo, aún no he encontrado persona humana que sea capaz de aguantar conmigo al lado.

Eran muchas las razones por las que me gustaba dormir así, pasar así la noche.

La primera sería por sentir esa necesidad de guardar. Por saber que era un pequeño guerrero, un caballero que debía defender su fortaleza. Y pensareis que estaría todo mejor defendido si estuviera cerrado, pero yo, quería comprobar que tampoco tenía miedo al frio, ni a nadie que osara escalar e intentara colarse por el balcón de mi casa.
Me veía como un guardián en su atalaya, nevando alrededor, silbando el viento, sin inmutarme.

Otra razón sería que me gustaba la noche. Aun es así. Me gustaba la noche y sus ruidos. Me gustaba escuchar al mochuelo en el fondo del valle y a mi lechuza siseando, susurrando mientras revoloteaba por la plaza, buscando a su ratón. Me intrigaba el silencio de la noche. Me hipnotizaba el sonido de la lluvia. Me angustiaba un poco oír esas peleas tremendas entre gatos. Me inquietaba escuchar los aullidos de los perros, pues decían que cuando un perro aullaba, alguien moriría, ¿Quién? Quizás tú, ¿yo? Claro, algún día moriré.

También sería por mis gatos. Siempre de pequeño viví rodeado de gatos y cuando alguno de ellos desaparecía, debía dejarle algo abierto para que entrase, pobre, sino, se congelaría de frío. Y lo aprovechaban, claro que sí. Se subían a la ventana, salto, opss, escalando, se agarraban, escuchaba sus garras y aparecían en el balcón, veía sus ojos en la oscuridad. Pasa, pasa… ¿Dónde estabas? ¿No ves el frío que hace tontorrón?
Ha habido un gato que me ha acompañado desde que era un niño hasta hace pocos años. Se llamaba “Morrongo”, yo también le llamaba “Morris” o “Morronguete”. Era enorme, tenía la cola torcida. Una bestia. A veces, desparecía durante semanas enteras, éste ya no vuelve, a saber dónde estará. Pero aparecía, famélico, huraño y al mismo tiempo necesitado de cariño. Ven…, pasa… tontín. Murió en mis brazos, de viejo.
Luego estaba “Banner”, fue el primer gato de angora que hubo en el pueblo. Que mal lo paso el pobre hasta que fue aceptado entre los suyos, pues una de dos, o huían al verle o le atizaban tales palizas que le dejaban deslomado, el primero “Morrongo”. Pero “Banner” se lo tomaba con filosofía, no decía ni fu, incluso llegamos a pensar que era mudo. Yo le acariciaba, esta vida callejera, y más en un pueblo, no es para ti guapote. Con perseverancia lo consiguió. Y vaya si lo consiguió. Al poco tiempo, observamos a 3 pequeños “banner” en el muro del patio. Y parecía tonto cuando le compramos…
Tuve otro gato al que le gustaba, no dormir a mis pies, o acurrucado en mi regazo, sino que le gustaba dormir encima de mi cabeza. Algo sorprendente. Yo le bajaba a mis pies o le metía dentro de la manta, pero no había manera, él volvía a salir, se acercaba, rozando sus morros y poniendo sus patitas hasta que encontraba el sitio más cómodo en mi cabeza y ahí que se plantaba el tío. En fin, me daba calorcito, siempre hay que mirar el lado bueno de las cosas.

Tampoco podía faltar algo de romanticismo y fantasía. Esperar que quizás esa princesa que esperaba me susurrara desde abajo del balcón “Quique, Quique…” “Asómate…” “Déjame entrar… ayúdame a subir…” ¿Os lo imagináis? Hubiera sido la leche.
También imaginaba a mi caballo debajo del balcón, me ponía mi armadura, cogía mi espada y cabalgaba a grandes y valerosas batallas, barriendo a mis enemigos, azotándome el frío en mi cara, hasta llegar al Reino y al Castillo de mi Princesa.

Con los años, las razones fueron siendo más prácticas. La primera para que el humo del cigarro y el puto olor a tabaco tuvieran por donde irse. Aún seguía guardando, empezaba a escribir y me fumaba un cigarrito de vez en cuando.
También para poder despertarme por las mañanas. Si has trasnochado (con algún fresquito de más) y tienes que madrugar, que mejor despertador que sentir el frio en tus orejas y tu nariz, ¡a levantarse se ha dicho ostias!

Y me queda la última razón, soy muy despistado, el despiste junto con el agotamiento, hacen que te duermas y no te importe nada de lo que sucede a tu alrededor.

 
Algunas noches me levantaba y me acurrucaba en el balcón.
Mirando. Esperando. Buscando. Negando. Llorando.

 
Cuando alguna vez se me ha ocurrido contar a alguien esta rara afición mía, me han mirado rarito, de arriba abajo, frunciendo el ceño y alejándose, así, poquito a poco. O bien, directamente, sueltan la carcajada y me dan alguna palmadita en la espalda, que puede significar ánimo, o vete a contar historietas a otro, o que gracia tienes chaval.

Yo les intento explicar que aprendes mucho durmiendo en pleno invierno, en tu pueblo, con los balcones abiertos.

Aprendes a tener frio. Y aunque parezca una tontería, es importante. Yo puedo tiritar, pero desconozco que es tener frío, siempre estoy ardiendo. En los pueblos y en el campo, aprendes a pasar frío. Yo aprendí a soportar el frío y a dar mi calor a los demás.
Aprendí a valorar una simple manta. Hay gente que no tiene ni una manta para taparse. Hay gente que sufre el frío por extrema necesidad. Y el frío es cruel.

Aprendí que puedes sentirte un guardián (incluso serlo a veces), pero que nadie, o muy pocos, te lo agradecen. Aprendí que no esperaba el agradecimiento, de nadie nunca.

Aprendí algo tan básico como que siempre amanece. Por muy oscura y fría que sea la noche, casi por arte de magia va quedando atrás, siempre hay esperanza.

Aprendí que, efectivamente, los gatos son unos egoístas y comodones, pero también, que se acercan lentamente, mirándote a los ojos y que duermen a tu lado, y eso es mágico. Que mueren en tus brazos.

Aprendí a ponerme mi armadura, que ha soportado tantos lanzazos tirándome de mi caballo, que ya muchas veces ni logro acordarme.

Aprendí a darme cuenta que, si las princesas existen, debían estar en lejanos Reinos, pues ninguna se acercaba a mi balcón.

 
Aún hoy en día, algunas noches, duermo así, con la ventana o el balcón abiertos y no hay nadie que lo soporte conmigo al lado. En el fondo no me extraña la verdad, es comprensible.

Claro… claro… ya lo voy entendiendo…, se está mucho mejor delante de la chimenea, echando leña sin parar, quemando.

El silbido del energúmeno - Capitulo 9

     Me es imposible abrir la compuerta del suelo. No sé si es debido a que me falta fuerza o a que el paso de los años la ha dejado atascad...