Empieza a hacer fresquito, pero no me
importa. Siempre me han gustado el otoño y el invierno. Me gusta asar castañas,
subir a la sierra y tirarme en trineo por la nieve con Ricardo, comer gachas de
mi madre, acercarme al monte en bici, sentir el frio en mis orejas y escuchar
el absoluto silencio del viento, bajar al rio, mirar y darme cuenta que todos
están hibernando, hasta quizás los peces, sentir que no somos nada y pensar en
lo helada que estará el agua, me gusta la sensación de mojarme y saber que al
llegar a casa podré secarme delante de la chimenea, me gusta el café calentito
con el frío fuera.
En fin, tontunas así me gustan, ¿Qué le voy a
hacer?
También, en mi pueblo, me gusta dormir con
las ventanas y balcones abiertos, no solo en verano (pues odio el aire
acondicionado) sino también en invierno.
Me gustaba taparme con las mantas hasta la
cabeza y observar como la lluvia o la nieve caía fuera. Notaba el frio
alrededor de mí, si sacaba un pie se me iba quedando helado, pero estaba
calentito dentro, a gustito.
Algo así como sentir que estas de acampada,
que estas en una aventura a la intemperie, pero que tú, te encuentras a salvo,
acurrucado entre la ropa.
Tengo que decir que esto lo hacía de pequeño.
Actualmente muy pocas veces. Y claro, como os podéis imaginar, siempre lo he
hecho solo, aún no he encontrado persona humana que sea capaz de aguantar
conmigo al lado.
Eran muchas las razones por las que me
gustaba dormir así, pasar así la noche.
La primera sería por sentir esa necesidad de
guardar. Por saber que era un pequeño guerrero, un caballero que debía defender
su fortaleza. Y pensareis que estaría todo mejor defendido si estuviera
cerrado, pero yo, quería comprobar que tampoco tenía miedo al frio, ni a nadie
que osara escalar e intentara colarse por el balcón de mi casa.
Me veía como un guardián en su atalaya,
nevando alrededor, silbando el viento, sin inmutarme.
Otra razón sería que me gustaba la noche. Aun
es así. Me gustaba la noche y sus ruidos. Me gustaba escuchar al mochuelo en el
fondo del valle y a mi lechuza siseando, susurrando mientras revoloteaba por la
plaza, buscando a su ratón. Me intrigaba el silencio de la noche. Me hipnotizaba
el sonido de la lluvia. Me angustiaba un poco oír esas peleas tremendas entre
gatos. Me inquietaba escuchar los aullidos de los perros, pues decían que
cuando un perro aullaba, alguien moriría, ¿Quién? Quizás tú, ¿yo? Claro, algún
día moriré.
También sería por mis gatos. Siempre de
pequeño viví rodeado de gatos y cuando alguno de ellos desaparecía, debía
dejarle algo abierto para que entrase, pobre, sino, se congelaría de frío. Y lo
aprovechaban, claro que sí. Se subían a la ventana, salto, opss, escalando, se
agarraban, escuchaba sus garras y aparecían en el balcón, veía sus ojos en la
oscuridad. Pasa, pasa… ¿Dónde estabas? ¿No ves el frío que hace tontorrón?
Ha habido un gato que me ha acompañado desde
que era un niño hasta hace pocos años. Se llamaba “Morrongo”, yo también le
llamaba “Morris” o “Morronguete”. Era enorme, tenía la cola torcida. Una
bestia. A veces, desparecía durante semanas enteras, éste ya no vuelve, a saber
dónde estará. Pero aparecía, famélico, huraño y al mismo tiempo necesitado de
cariño. Ven…, pasa… tontín. Murió en mis brazos, de viejo.Luego estaba “Banner”, fue el primer gato de angora que hubo en el pueblo. Que mal lo paso el pobre hasta que fue aceptado entre los suyos, pues una de dos, o huían al verle o le atizaban tales palizas que le dejaban deslomado, el primero “Morrongo”. Pero “Banner” se lo tomaba con filosofía, no decía ni fu, incluso llegamos a pensar que era mudo. Yo le acariciaba, esta vida callejera, y más en un pueblo, no es para ti guapote. Con perseverancia lo consiguió. Y vaya si lo consiguió. Al poco tiempo, observamos a 3 pequeños “banner” en el muro del patio. Y parecía tonto cuando le compramos…
Tuve otro gato al que le gustaba, no dormir a mis pies, o acurrucado en mi regazo, sino que le gustaba dormir encima de mi cabeza. Algo sorprendente. Yo le bajaba a mis pies o le metía dentro de la manta, pero no había manera, él volvía a salir, se acercaba, rozando sus morros y poniendo sus patitas hasta que encontraba el sitio más cómodo en mi cabeza y ahí que se plantaba el tío. En fin, me daba calorcito, siempre hay que mirar el lado bueno de las cosas.
Tampoco podía faltar algo de romanticismo y
fantasía. Esperar que quizás esa princesa que esperaba me susurrara desde abajo
del balcón “Quique, Quique…” “Asómate…” “Déjame entrar… ayúdame a subir…” ¿Os
lo imagináis? Hubiera sido la leche.
También imaginaba a mi caballo debajo del
balcón, me ponía mi armadura, cogía mi espada y cabalgaba a grandes y valerosas
batallas, barriendo a mis enemigos, azotándome el frío en mi cara, hasta llegar
al Reino y al Castillo de mi Princesa.
Con los años, las razones fueron siendo más
prácticas. La primera para que el humo del cigarro y el puto olor a tabaco
tuvieran por donde irse. Aún seguía guardando, empezaba a escribir y me fumaba
un cigarrito de vez en cuando.
También para poder despertarme por las
mañanas. Si has trasnochado (con algún fresquito de más) y tienes que madrugar,
que mejor despertador que sentir el frio en tus orejas y tu nariz, ¡a levantarse
se ha dicho ostias!
Y me queda la última razón, soy muy despistado,
el despiste junto con el agotamiento, hacen que te duermas y no te importe nada
de lo que sucede a tu alrededor.
Algunas noches me levantaba y me acurrucaba
en el balcón.
Mirando. Esperando. Buscando. Negando.
Llorando.
Yo les intento explicar que aprendes mucho
durmiendo en pleno invierno, en tu pueblo, con los balcones abiertos.
Aprendes a tener frio. Y aunque parezca una
tontería, es importante. Yo puedo tiritar, pero desconozco que es tener frío,
siempre estoy ardiendo. En los pueblos y en el campo, aprendes a pasar frío. Yo
aprendí a soportar el frío y a dar mi calor a los demás.
Aprendí a valorar una simple manta. Hay gente
que no tiene ni una manta para taparse. Hay gente que sufre el frío por extrema
necesidad. Y el frío es cruel.
Aprendí que puedes sentirte un guardián
(incluso serlo a veces), pero que nadie, o muy pocos, te lo agradecen. Aprendí que
no esperaba el agradecimiento, de nadie nunca.
Aprendí algo tan básico como que siempre
amanece. Por muy oscura y fría que sea la noche, casi por arte de magia va
quedando atrás, siempre hay esperanza.
Aprendí que, efectivamente, los gatos son
unos egoístas y comodones, pero también, que se acercan lentamente, mirándote a
los ojos y que duermen a tu lado, y eso es mágico. Que mueren en tus brazos.
Aprendí a ponerme mi armadura, que ha
soportado tantos lanzazos tirándome de mi caballo, que ya muchas veces ni logro
acordarme.
Aprendí a darme cuenta que, si las princesas existen,
debían estar en lejanos Reinos, pues ninguna se acercaba a mi balcón.
Aún hoy en día, algunas noches, duermo así,
con la ventana o el balcón abiertos y no hay nadie que lo soporte conmigo al
lado. En el fondo no me extraña la verdad, es comprensible.
Claro…
claro… ya lo voy entendiendo…, se está mucho mejor delante de la chimenea,
echando leña sin parar, quemando.
Qué memoria tan bonita, Kike. Es espectacular lo bien que has reflejado el efecto en la causa. Te ha quedado precioso. Ojalá hubiese tenido yo un lugar tan especial como ese...
ResponderEliminarBesos.
Era especial, es especial, bonito, pero también había dolor.
ResponderEliminarYa sabes que estas invitada... :)
Besos Eva.
Me encanta como evocas ese recuerdo, cómo transmites las sensaciones. Si todo eso es lo que piensas y sientes cuando tienes la ventana abierta... qué quieres que te diga, sería absurdo cerrarla. Bueno, si acaso sólo al dolor. Un beso.
ResponderEliminarUy...eso y mucho más! No lo sabes tú bien...
ResponderEliminarQuizás es mejor dejarla abierta si. Gracias Chari.
Otro beso para ti.
Chimeneas de frio cuyas llamas logran calentar con su tibieza, lo mágico de los felinos, batallas que mueren en tus brazos, princesas demasiado fuertes que se llaman mujeres y que seguro, algun día, no me caben dudas, treparan por ese balcon para pedirte pasar una de esas noches, junto a las historias que el libro de tu memoria, guarda en el lado izquierdo de tu pecho mientras les acurrucas los pies..Defiende la fortaleza con uñas y dientes, que los que se rien de los raritos, ya quisisieran tener la mitad de los valores que tu encierras en estas pálabras...
ResponderEliminarJoder Yolanda. ..soy yo quien te pide acurrucarte una de esas noches, defenderte y leernos la parte izquierda del libro de la memoria...
ResponderEliminar"Este camino
ResponderEliminarya nadie lo recorre
salvo el crepúsculo"
Matsuo Basho
el frío, bonita sensación, me encanta sobre todo cuando lo sientes y te cala, por la calle buscando un rayo de sol que te caliente En casa con mantas y más mantas y un café con leche caliente que te abrasa la garganta y el paladar y notas cómo poco a poco se desentumece el cuerpo. Y cuando llueve siempre duermo mejor y el olor al día siguiente es indescriptible. Gracias por compartirlo
ResponderEliminarPor la calle buscando un rayo de sol que te caliente..., me encanta el olor a tierra mojada y coger setas mientras llueve, sintiendo como me voy mojando. Gracias a ti.
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