lunes, 13 de febrero de 2017

El robot mohino


Hace unos días fui a hacer unas gestiones con unos de los jefes de mi empresa.

Como es más tonto que una albarda fuimos en metro. No es que me moleste viajar en metro, lo que pasa es que hacerlo con alguien con el cual no tienes ningún tipo de conversación, ni empatía, ni afinidad, ni nada que se le parezca, pues se hace interminable. Con el sueldo que cobra el muy palurdo podríamos haber cogido un taxi, yo a veces no entiendo a la gente.

El sujeto es como lo describo a continuación: estirado, con barba, con gafas, la dentadura hecha un asco, feo, con una panza que le crece por momentos desde que le operaron una ulcera del estómago (hasta entonces le llamábamos el tonto de la sal de frutas) y con la piel de los dedos levantada y casi en carne viva (a saber a lo que se dedicará en sus ratos libres).

Anda despacio hasta cansarte, como un robot, una pierna después de la otra, en 13 años no le he visto saltarse un semáforo. Come más despacio aún, siempre tenemos que esperar a que el muy mendrugo vaya rumiando sus platos, pues come como una vaca, mirándote con sus ojos saltones y moviendo las manos de una forma que te dan ganas de estamparle el pan en su careto.

Se supone que es el jefe de personal, pero en 13 años no le he visto hacer nada por las personas, al contrario, si puede dejar que te den por culo, lo hace, y parece deleitarse con ello. Pone cara de imbécil redomado cuando le preguntas por algo relacionado con salarios, vacaciones, puentes, etc…

Es del Madrid y encima dice ser de izquierdas, me descojono vivo.

Tiene siempre el don de la inoportunidad y siempre aparece en la cocina cuando te estas tomando un café tranquilamente. Y siempre suelta las mismas gilipolleces por esa boca mugrienta.

Es de los típicos que te suelta la mierda en la cara en el trabajo, que nunca dará la cara por ti y que siempre hará lo posible por escaquearse.

Hicimos trasbordo en Avenida de América. Es tan merluzo que aun habiendo asientos libres, es incapaz de sentarse. Se queda de pie, con esa cara de tonto a las tres, con los botones de la chaqueta abrochados y agarrado a la barra pensando en dios sabe qué.

Le miro y me entra la risa floja. Como no sé qué decirle, ni me apetece hablar, me pongo a pensar.

Llegamos a nuestro destino y vamos a hacer las gestiones. Antes de salir ya le había avisado que yo no tengo porque ir. Insiste para luego pasar lo de siempre, es decir, mi presencia no es en absoluto necesaria, pero me quiere allí por lo que pueda pasar. Cuando salimos se lo rebozo por la cara, casi insultándole, pero sigue andando estilo robótica.

Sigo pensando que hacer.

Volvemos de nuevo en metro. Esta vez hacemos un itinerario diferente y hacemos trasbordo en Goya. El tren está a punto de llegar y chico, que quieres que te diga, no aguanto más, no pude remediarlo. Es tan mohíno que se queda atrás del todo, sin moverse, así que tuve que agarrarle del abrigo y tirar de él con fuerza para arrastrarlo y lanzarlo al metro, joder, que a gusto me quedé.


No le tire a la vías, no, aún no tengo instinto asesino. Simplemente le empotré hacía el interior, se cerraron las puertas y yo me quedé fuera. Puse exactamente la misma cara de gilipollas que pone él, mirándole con sorpresa como si no supiera que había podido pasar.

Salí fuera, volví andando al trabajo, me tome un café con mi bollito en la terraza del Giangrossi y me fumé un cigarro tranquilamente.

Levanté la mirada y le vi venir subiendo la calle Velázquez, el tonto de los cojones esta de vuelta, el robot mohino para más señas. 




lunes, 6 de febrero de 2017

¡Cuidado con los pozos!


Mi madre siempre ha tenido cosas de cobardica. Cualquier atisbo de apuro siempre ha significado para ella peligro de muerte. ¿Quién sabe? Quizás ese desasosiego constante a que me pasará algo, haciéndome ver el riesgo a cada paso, hace que ahora siga estando vivo, ¿Por qué no? Puede ser. Cualquiera sabe.

 
¡Cuidado con los pozos!

Esta frase me ha acompañado desde que era un mico. Para mi madre, todos los caminos, solares, tierras, parcelas, eras, valles, etc… de mi pueblo estaban (y están) plagados de pozos, ocultos y profundos, donde podías caer para no volver a salir, a cualquier paso que dabas. En verdad, aunque actualmente casi la inmensa mayoría están cubiertos  o sellados, antiguamente en los pueblos proliferaban los pozos, pues la gente tenía que beber y lavarse. En el huerto enfrente de mi casa donde juagábamos y pasábamos las tardes, en una esquina había un pozo. Aunque estuvo siempre tapado, era emocionante acercarse hasta el borde, dejar caer una piedrecita por una rendija y escuchar el ¡plof! después de unos segundos interminables.

Yo siempre en esto he sido muy obediente y os aseguro que jamás me he visto en el fondo de ningún pozo (al menos físicamente).

 
¡Ni el primero ni el último!

Sabía reflexión de mi madre. Siempre que salía con los amigos por el pueblo y sus alrededores me lo repetía hasta la saciedad. Escaquearse de ir el primero era fácil, pues siempre estaba el valiente o chulito del grupo, es decir, el listillo o sabiondo, el enteradillo para entendernos. En cambio no ir el último era complicado, pues creo que a ninguno nos hacía gracia, y siempre estabas a empujones o adelantamientos aprovechando cualquier despiste.

En este caso, para mi desgracia, no la he hecho mucho caso en la vida, pues, aunque casi sin quererlo, he tenido que ponerme el primero varias veces. Así me ha pasado, que tengo un largo historial de pescozones y golpazos en mis mejillas.

 
¡Cuidado con los adelantamientos!

Nada de “ten cuidado” o “ves despacio” o “no corras”. Mi madre, imagino que conocedora de las estadísticas de la DGT,  tiene obsesión con los adelantamientos. Me he percatado que la velocidad no le afecta, pues cuando la llevo en el coche y aprieto el acelerador, ni se inmuta, incluso parece que va a gusto pues creo percibir una sonrisilla de placer. Vamos, que no rechista. Eso sí, como me vea con la intención de adelantar, ya está a vueltas con la matraca.

 
¡Ojo con las raspas no te vayas a atragantar!

Para mi madre cualquier pescado, molusco, marisco o similar, están plagados de espinas, y ten por seguro que a ti te tocará una que se te incrustará en la garganta y como consecuencia de ello llegarás a atragantarte y morir acto seguido.

 
¡Mira como viene el cielo de negro¡¡ No te asomes a la ventana! ¡Apaga la televisión!

El miedo de mi madre a las tormentas es digno de estudio. Para ella cualquier nube negra en el horizonte significa peligro. No cualquier tormentilla de verano, sino tornado con inundaciones. Prohibido salir de casa. Y no solo salir, sino también mirar por puertas y ventanas, pues de seguro cualquier rayo caerá sobre tu cabeza. Y apaga la televisión, pues, ese mismo rayo, sino te cae en la cabeza, caerá sobre la antena, bajará por el cable y la tele explotará, friéndote delante de ella (la tele) sin poder decir ni mu.

 
¡No te metas mucho en la playa!

De pequeño su obsesión era directamente que no entrase en la piscina, así me pasaba que llegué a tener un miedo reverente a todo lo relacionado con el agua (me refiero a piscinas, ríos, pantanos y /o similar). De mayor, aun sabiendo que esa batalla la tiene perdida, se ha forjado en su mente una nueva película: el mar, incluso solo unos metros adentro de la playa, está repleto de fosas submarinas, mareas peligrosas y animales asesinos de toda índole que te pueden arrancar un pie a la mínima. Y si todo eso no funciona, directamente el agua estará tan fría que te dará un patatus y ahí te quedaras para siempre sin que nadie pueda llegar a socorrerte.

 
¡Cuidado con los venenos!

Dependiendo de la época del año, en mi pueblo, era normal que los chavales bajáramos al valle, a los huertos o al río, a hacer el cabra y también, aprovechando, a comer todo lo que se pusiera a tiro: moras, higos, pepinos, tomates, pipas, maíz, etc…

Pues bien, para mi madre, cualquier cosa comestible que hubiera sido plantada, estaba infestada de venenos que los hortelanos de mi pueblo se dedicaban a fumigar día y noche. Así que cada vez que agarraba un pepino lo observaba detenidamente de arriba abajo y lo pulía hasta sacarle brillo con mi camiseta.
 

¡No mires las chispas!

Mi tío tenía una fragua en el pueblo. Y allí trabajaban él y mis primos. Y a mí me encantaba subir muchas tardes después del cole a estar con ellos, a ver lo que hacían, a mirar como trabajaban, pues eran (y son) unos auténticos currantes.

Eso sí, tenía absolutamente prohibido tocar nada, pues el martillo me aplastaría un dedo, la sierra me rebanaría la mano en un santiamén y el yunque se me caería en un pie dejándome cojo. Y no solo prohibido tocar, sino también mirar, pues según mi madre si miraba las chispas mientras forjaban me quedaría ciego sin remedio. Así que cada vez que se ponían con el soldador, me alejaba correteando a una esquina y me tapaba los ojos. Así ha pasado, que a mis primos les chifla todo lo relacionado con la pólvora, cohetes y petardos, y a mí me produce auténtico pánico.

 


Pues sí, así es, mi madre siempre ha tenido mucho, muchísimo miedo. ¿Cómo explicarla que una cosa es la prudencia y otra la irresolución? No debo hacerlo, pues aunque miedosa, no conozco persona más valiente que ella.

 

 

El silbido del energúmeno - Capitulo 9

     Me es imposible abrir la compuerta del suelo. No sé si es debido a que me falta fuerza o a que el paso de los años la ha dejado atascad...