martes, 26 de abril de 2016

Cierra los ojos

Como un astronauta aterrizando en algún planeta lejano, como un paracaidista cayendo en un desierto, como un buzo andando por el fondo del mar.
Como un monigote, como un click de famobil, asustado al principio, andando con sigilo por esa espalda. Era suavidad, ternura.

Aterrizó y rodo por la cuesta. Sus pequeñas piernas le hicieron levantarse y huir asustado. Se asomó con miedito y empezó a andar.

Sus pies empezaron a subir despacio, como descubriendo un nuevo mundo. Subiendo, hasta la nuca. Y se adentró en su melena, con mucho cuidado, con mucho mimo, desenredando. Volvió a salir y fue andando por el borde hasta los hombros. Allí se quedó un rato. Le encantaban aquellos hombros, contemplar el horizonte desde allí.

Se sentía relajado y sentía la relajación bajo sus pies.
No quería abandonar aquellos hombros, pero volvió sobre sus pasos, escalando de nuevo por su cabello. Sintió calor, el roce de un abrigo y allí se quedó a dormir, ronroneando a gustito.

Despertó hecho un ovillo, como un koala. Miro afuera y contempló el día. Cogió su trineo y se deslizó hacía abajo como un niño pequeño sobre la nieve. Le gustó tanto que volvió a subir y volvió a lanzarse. Y volvía a subir, agarrándose con las uñas por los costados hasta sus hombros, sintiendo como el suelo se estremecía a su paso. Se tumbaba allí y besaba el suelo.

Volvió a lanzarse rodando sobre sí mismo, haciendo la croqueta. Le gustaba tanto que saltaba de la emoción. Cansado se detuvo en aquel valle, tumbado, acariciando, allí no llegaba el viento. Volvió a dormirse, era un dormilón.

Trepó aquella cuesta, descalzo, no había tenido nunca una sensación así. El silencio era absoluto. Paseando. Acariciando la tierra bajo sus pies. Se dejó llevar. Lo quería para sí. Lo quería agarrar y hasta morder. Desprevenido cayo al precipicio, no le importó.

Ese planeta, ese desierto, el fondo de aquel mar, giraron para él. Ese mundo deseaba estar más relajado aun. Y él sabía cómo relajar al mundo.

Lentamente. Tan lento que los segundos no avanzaban. Milímetro a milímetro, acercando sus yemas, hasta posarlas muy poco a poco. Acariciándolo. Ardiendo.
Era su rostro. Su frente, sus parpados, su nariz, sus pómulos, su boca… Ahondando en su cabello, desenredando y peinando su melena.

Si, como un imán. Lo que no sabía ese mundo es que era su rostro el que realmente acariciaba y relajaba.

¿Qué es lo que más te gusta? Esto cariño, esto.
Cierra los ojos pequeña.
¿Sabes? Solo por esto hubiera viajado en una nave espacial, me hubiera tirado en paracaídas o habría bajado al fondo del mar.

martes, 19 de abril de 2016

19 de Abril

El viernes pasado me di un buen golpazo jugando al pádel. Reboté contra la pared y boté en el suelo, como si fuera la mismísima pelota. Me quedé tumbado boca arriba sin respiración. Me gusta darlo todo, también en el pádel, aunque me quede sin aire. Se acercaron todos corriendo. “Nada, tranquilos, me he dado ostias peores”. Me levanté yo solo, medio mareado. Un día como hoy, de hace tantos años ya que casi ni me acuerdo, murió mi padre. Quizás por eso me decido a escribirlo, porque los recuerdos se van diluyendo, aunque si cierro los ojos y fuerzo la mente, los flashes me vienen a la memoria.

Ayer mismo soñé con él. Tengo ya comprobado que cuando me quedo dormido en el sofá boca arriba, tengo los sueños más estrambóticos. Fue gracioso. Soñé que estaba en mi casa y unos clientes de mi empresa aparecieron de repente para firmar un contrato. Eran las ocho y media de la tarde. No los esperaba, aunque luego me enteré que sí que había quedado con ellos. Encendí mi portátil buscando el puto contrato, pero no lo encontraba en ninguna carpeta. No tenía conexión a internet. Me estaba empezando a poner nerviosito. Ya no sabía que decirles ni dónde meterles. Me puse a buscar por toda la casa el puto contrato, abriendo los cajones. Lo único que apareció fueron mis raquetas antiguas. Y mi padre al lado de mí todo el rato, observando mis movimientos, sonriéndome de forma dulce y compasiva, imagino le haría gracia la situación.

Tenía escrito, descrito, como murió. Esas horas y momentos interminables. Todo visto desde los ojos de un chico que no entendía nada, que pensaba que todo aquello era una pesadilla de la que no tardaría en despertar. Tenía descrita cada una de mis miradas, cada uno de mis sentimientos. Tenía descrita la crueldad y la muerte delante de mí. Cómo un cuerpo caliente pasa en horas a estar frio como el hielo, hasta casi quemarte. No recuerdo llorar, pues estaba ido. Lloré después, pues el dolor en el pecho se te agudiza cuando eres consciente de la ausencia.

Me han dicho que no describa su muerte. Ese día de muerte. Que me lo guarde para mí. Que es algo íntimo. No suelo hacer caso a nadie, pero en este caso lo haré. También porque mi hermana me ha empezado a leer y, joder, no creo que le guste demasiado reencontrarse con esos recuerdos, menuda bienvenida más cojonuda le daría a mi blog.   

Hace casi 2 meses que no escribía nada. ¿Por qué? Ni puta idea. Como si a esa carpeta “personal” con mis “historias y relatos” la hubiese puesto una contraseña que ni yo mismo era capaz de recordar ni descifrar.

Mi padre era un hombre cualquiera en un pueblo cualquiera.
Más bien bajito, casi sin barriga, con entradas en su pelo rizado, la piel de la cara y brazos muy morena, curtida por el sol, ojos oscuros, boca y nariz bonitas. Más bien serio, aunque, cuando se reía, su carcajada era inconfundible y resonaba como ella sola. Fue concejal de mi pueblo. Yo siempre lo recuerdo en el Ayuntamiento, más que en nuestra propia casa.

Hay gente que escribe por simple negocio. Tienen en su mente un proyecto mercantil y lo siguen a rajatabla. Hay gente que escribe por amor. Un cobarde es incapaz de mostrar amor, hacerlo está reservado para los valientes.

A mi padre le encantaba el deporte. Cualquier deporte. Su obsesión fue construir el frontón municipal y la pista polideportiva. Hasta que no lo consiguió no paró. Y ese sueño, el sueño de su vida, fue en parte la causa de su muerte. Porque fumaba como un carretero, dos paquetes de ducados al día, y después lo daba todo en el frontón. Le encantaba jugar. Jugar con sus amigos. Jugar conmigo.

Nunca hablé mucho con mi padre. Cosas triviales. Nunca fue muy cariñoso conmigo.
Aprendí de él por sus actos y sus silencios. Amaba a mi madre por encima de todas las cosas. Amaba a su pueblo por encima de su propia casa.
Crecí rodeado de televisiones, radios, planchas, etc, etc, de todos los vecinos del pueblo. Pues mi padre era un “manitas” y, en sus ratos libres, se dedicaba a arreglar los aparatos de los demás. Sin cobrar una mísera peseta. Por aquel entonces, el 100 % de las antenas de las casas de mi pueblo fueron colocadas por mi padre. Siempre imaginé que moriría cayendo de algún tejado.

Hay gente que solo escribe cuando le invade la tristeza, la soledad, el silencio. Las letras se convierten en pequeñas hormigas trabajadoras, que se afanan por llevar su carga a algún sitio escondido bajo tierra. Hay gente que escribe sueños, ilusiones, fantasías, sin saber que los sueños son el final del camino.

Le encantaba pescar. Recuerdo los veranos, deseando salir a las 3 del cole, bajar corriendo a casa, comer y bajar al rio con mi padre. Si pescar puede ser aburrido, ver pescar ya ni te cuento. Aun así, siempre bajaba con él, porque el rio ejercía sobre mí una atracción extraña. Me acercaba hasta casi el borde, mirando como mis pequeñas zapatillas se mojaban con el agua, balanceándome, mirando. Mi padre me reñía, según él porque espantaba a los lucios. Así que me dedicaba a explorar y observar. A comer moras y membrillo, a recoger flores para mi madre, a buscar tréboles de 4 hojas. Me gustaba el sonido de los abejorros.

Le encantaba ir a coger setas. A mí también. Pasear entre los chopos del valle, ir de uno a otro, buscando cerca de las raíces. Me hechizaba apartar las hojas secas, no sabiendo si te encontrarías una seta o un sapo. Volvíamos a casa sucios, embarrados, pero contentos con nuestras setas.
Al mus era un hacha. Eso decían. Me hubiera gustado haber podido jugar con él, aunque hubiera sido una sola mano. Yo me ponía a su lado en el bar, mirando. No entendía absolutamente nada, pero me gustaba mirar como cogía las cartas, como las trataba, los comentarios que hacía, como sacaba de sus casillas a los contrarios. Me flipaba escuchar su risa. “Anda hijo, vete para casa, que ya es tarde”.

Hay gente que escribe para otras personas. Mandando mensajes como en una botella, que casi nunca llegan a ninguna playa, pues se pierden en mitad del mar. También los hay que escriben por puro placer, oyendo como su corazón se ralentiza y relaja.

Con mi Padre se asfaltaron las calles principales del pueblo, donde antes solo había tierra y barro. Se construyó el Centro Social, el Centro Médico. Se instaló el repetidor de televisión. Se empezó a recoger la basura de las casas. Se construyeron viviendas como nunca. Mi pueblo bullía de vida y gente. De unión y risas. Esto, está claro, no viene a cuento ni le importa a nadie, pero a mí sí. Hizo añicos su coche bajando a los motores del río, para arreglarlos con sus propias manos, para que la gente, su gente, pudiera beber agua y lavarse la cara. Eso es compromiso por quién te ha elegido para un puesto. Todo lo demás para mí no existe.

Le encantaba hacerme rabiar. Cogerme en el sofá y aprisionarme haciéndome cosquillas. Le encantaba hacerme correr jugando al frontenis. Aprendí a jugar dándolo todo, a arriesgar siempre, pues él era un pillo jugando. Su risa. Su risa.
Cuando me ponía malo, lloriqueaba para que viniese a verme a la cama, mi médico. Llegaba, se arrimaba a mi lado, ponía su mano en mi frente. “No tienes nada, venga, a dormir, mañana se te habrá pasado”. La relajación invadía mi mundo y me dormía como lo que era, un niño pequeño.

Mi padre fue respetado y querido, por todos y cada uno de los vecinos del pueblo y por toda su familia. Aun hoy, tantos años después, a muchos de ellos se les humedecen los ojos cuando me hablan de él en el bar del pueblo. Vivió y murió. Nada volvió a ser lo mismo, ni en mi pueblo ni en mi casa. Pero estoy aquí. Y veo a mi hijo, y le veo a él, pues son idénticos.

La ostia del viernes en el pádel me ha dejado dolor de costillas, se me pasará en unos días. La muerte de mi padre me dejó un dolor en el pecho durante muchos años, una cicatriz invisible en los ojos. Realmente siempre me ha jodido por él, no por mí.

He escrito sobre mi Padre, no sobre la muerte. He vuelto a escribir porque cada día amo más a mi Padre, aunque cada día lo recuerde menos.

El silbido del energúmeno - Capitulo 9

     Me es imposible abrir la compuerta del suelo. No sé si es debido a que me falta fuerza o a que el paso de los años la ha dejado atascad...