Ayer
mismo soñé con él. Tengo ya comprobado que cuando me quedo dormido en el sofá
boca arriba, tengo los sueños más estrambóticos. Fue gracioso. Soñé que estaba
en mi casa y unos clientes de mi empresa aparecieron de repente para firmar un
contrato. Eran las ocho y media de la tarde. No los esperaba, aunque luego me
enteré que sí que había quedado con ellos. Encendí mi portátil buscando el puto
contrato, pero no lo encontraba en ninguna carpeta. No tenía conexión a
internet. Me estaba empezando a poner nerviosito. Ya no sabía que decirles ni
dónde meterles. Me puse a buscar por toda la casa el puto contrato, abriendo
los cajones. Lo único que apareció fueron mis raquetas antiguas. Y mi padre al
lado de mí todo el rato, observando mis movimientos, sonriéndome de forma dulce
y compasiva, imagino le haría gracia la situación.
Tenía
escrito, descrito, como murió. Esas horas y momentos interminables. Todo visto
desde los ojos de un chico que no entendía nada, que pensaba que todo aquello
era una pesadilla de la que no tardaría en despertar. Tenía descrita cada una
de mis miradas, cada uno de mis sentimientos. Tenía descrita la crueldad y la
muerte delante de mí. Cómo un cuerpo caliente pasa en horas a estar frio como
el hielo, hasta casi quemarte. No recuerdo llorar, pues estaba ido. Lloré
después, pues el dolor en el pecho se te agudiza cuando eres consciente de la
ausencia.
Me
han dicho que no describa su muerte. Ese día de muerte. Que me lo guarde para
mí. Que es algo íntimo. No suelo hacer caso a nadie, pero en este caso lo haré.
También porque mi hermana me ha empezado a leer y, joder, no creo que le guste
demasiado reencontrarse con esos recuerdos, menuda bienvenida más cojonuda le
daría a mi blog.
Hace
casi 2 meses que no escribía nada. ¿Por qué? Ni puta idea. Como si a esa
carpeta “personal” con mis “historias y relatos” la hubiese puesto una
contraseña que ni yo mismo era capaz de recordar ni descifrar.
Mi
padre era un hombre cualquiera en un pueblo cualquiera.
Más
bien bajito, casi sin barriga, con entradas en su pelo rizado, la piel de la
cara y brazos muy morena, curtida por el sol, ojos oscuros, boca y nariz
bonitas. Más bien serio, aunque, cuando se reía, su carcajada era inconfundible
y resonaba como ella sola. Fue concejal de mi pueblo. Yo siempre lo recuerdo en
el Ayuntamiento, más que en nuestra propia casa.
Hay
gente que escribe por simple negocio. Tienen en su mente un proyecto mercantil
y lo siguen a rajatabla. Hay gente que escribe por amor. Un cobarde es incapaz
de mostrar amor, hacerlo está reservado para los valientes.
A
mi padre le encantaba el deporte. Cualquier deporte. Su obsesión fue construir
el frontón municipal y la pista polideportiva. Hasta que no lo consiguió no
paró. Y ese sueño, el sueño de su vida, fue en parte la causa de su muerte. Porque
fumaba como un carretero, dos paquetes de ducados al día, y después lo daba
todo en el frontón. Le encantaba jugar. Jugar con sus amigos. Jugar conmigo.
Nunca
hablé mucho con mi padre. Cosas triviales. Nunca fue muy cariñoso conmigo.
Aprendí
de él por sus actos y sus silencios. Amaba a mi madre por encima de todas las
cosas. Amaba a su pueblo por encima de su propia casa. Crecí rodeado de televisiones, radios, planchas, etc, etc, de todos los vecinos del pueblo. Pues mi padre era un “manitas” y, en sus ratos libres, se dedicaba a arreglar los aparatos de los demás. Sin cobrar una mísera peseta. Por aquel entonces, el 100 % de las antenas de las casas de mi pueblo fueron colocadas por mi padre. Siempre imaginé que moriría cayendo de algún tejado.
Hay
gente que solo escribe cuando le invade la tristeza, la soledad, el silencio.
Las letras se convierten en pequeñas hormigas trabajadoras, que se afanan por
llevar su carga a algún sitio escondido bajo tierra. Hay gente que escribe
sueños, ilusiones, fantasías, sin saber que los sueños son el final del camino.
Le
encantaba pescar. Recuerdo los veranos, deseando salir a las 3 del cole, bajar
corriendo a casa, comer y bajar al rio con mi padre. Si pescar puede ser
aburrido, ver pescar ya ni te cuento. Aun así, siempre bajaba con él, porque el
rio ejercía sobre mí una atracción extraña. Me acercaba hasta casi el borde,
mirando como mis pequeñas zapatillas se mojaban con el agua, balanceándome,
mirando. Mi padre me reñía, según él porque espantaba a los lucios. Así que me
dedicaba a explorar y observar. A comer moras y membrillo, a recoger flores
para mi madre, a buscar tréboles de 4 hojas. Me gustaba el sonido de los abejorros.
Le
encantaba ir a coger setas. A mí también. Pasear entre los chopos del valle, ir
de uno a otro, buscando cerca de las raíces. Me hechizaba apartar las hojas
secas, no sabiendo si te encontrarías una seta o un sapo. Volvíamos a casa
sucios, embarrados, pero contentos con nuestras setas.
Al
mus era un hacha. Eso decían. Me hubiera gustado haber podido jugar con él,
aunque hubiera sido una sola mano. Yo me ponía a su lado en el bar, mirando. No
entendía absolutamente nada, pero me gustaba mirar como cogía las cartas, como
las trataba, los comentarios que hacía, como sacaba de sus casillas a los
contrarios. Me flipaba escuchar su risa. “Anda hijo, vete para casa, que ya es
tarde”.
Hay
gente que escribe para otras personas. Mandando mensajes como en una botella,
que casi nunca llegan a ninguna playa, pues se pierden en mitad del mar.
También los hay que escriben por puro placer, oyendo como su corazón se
ralentiza y relaja.
Con
mi Padre se asfaltaron las calles principales del pueblo, donde antes solo
había tierra y barro. Se construyó el Centro Social, el Centro Médico. Se
instaló el repetidor de televisión. Se empezó a recoger la basura de las casas.
Se construyeron viviendas como nunca. Mi pueblo bullía de vida y gente. De unión
y risas. Esto, está claro, no viene a cuento ni le importa a nadie, pero a mí
sí. Hizo añicos su coche bajando a los motores del río, para arreglarlos con
sus propias manos, para que la gente, su gente, pudiera beber agua y lavarse la
cara. Eso es compromiso por quién te ha elegido para un puesto. Todo lo demás
para mí no existe.
Le
encantaba hacerme rabiar. Cogerme en el sofá y aprisionarme haciéndome
cosquillas. Le encantaba hacerme correr jugando al frontenis. Aprendí a jugar
dándolo todo, a arriesgar siempre, pues él era un pillo jugando. Su risa. Su
risa.
Cuando
me ponía malo, lloriqueaba para que viniese a verme a la cama, mi médico.
Llegaba, se arrimaba a mi lado, ponía su mano en mi frente. “No tienes nada, venga,
a dormir, mañana se te habrá pasado”. La relajación invadía mi mundo y me
dormía como lo que era, un niño pequeño.
Mi
padre fue respetado y querido, por todos y cada uno de los vecinos del pueblo y
por toda su familia. Aun hoy, tantos años después, a muchos de ellos se les
humedecen los ojos cuando me hablan de él en el bar del pueblo. Vivió y murió.
Nada volvió a ser lo mismo, ni en mi pueblo ni en mi casa. Pero estoy aquí. Y
veo a mi hijo, y le veo a él, pues son idénticos.
La
ostia del viernes en el pádel me ha dejado dolor de costillas, se me pasará en
unos días. La muerte de mi padre me dejó un dolor en el pecho durante muchos
años, una cicatriz invisible en los ojos. Realmente siempre me ha jodido por
él, no por mí.
He
escrito sobre mi Padre, no sobre la muerte. He vuelto a escribir porque cada
día amo más a mi Padre, aunque cada día lo recuerde menos.
Hay personas que no saben demostrar el amor que sienten hacia otra persona, o quizás, lo hacen a su manera y esa manera puede ser entendida o no, todo depende de cuan observador seas, de lo que no caben dudas Kike es de que tú recuerdas las cosas que hacías con tu padre y como lo veian tus ojos y eso es una corriente de sentimientos que caen en cascada por los cañones de tu corazón a diferentes velocidades provocandote descargas de adrenalina en los latidos de los recuerdos convertidos en palabras que se dejan caer por tus dedos mientras escribes.. La atracción por aquel ser a quien amas, esta más alla de esta vida...
ResponderEliminarGracias Yolanda. A veces olvidar es imposible. Un beso muy fuerte.
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