miércoles, 25 de enero de 2017

Estoy visto para sentencia

Después de más de 40 años me doy cuenta que debo ser yo. Me ha costado descubrirlo, pero como dice el refrán, más vale tarde que nunca. No son las circunstancias, el tiempo, modo, ni lugar, ni siquiera son los demás, soy yo.
Soy yo y mis terribles defectos lo que hace que las personas se alejen de mí y no sea capaz de retenerlas. Ni siquiera soy capaz de plasmarlo por escrito.  

Serán mis silencios, quedarme callado muchas veces, simplemente mirando a los ojos o al infinito, sin dar una respuesta convincente. Será mi forma de hablar, de expresarme, de contestar, de dirigirme a los demás.

Serán mis actos, impulsivo muchas veces, indeciso la mayoría. Será que, como dice el refrán, soy más vago que la chaqueta de un guardia.

Será que no he estudiado ni leído lo suficiente para aprender. Será que he leído muchas veces los mismos libros, sin ningún sentido, y las primeras páginas aburridas de otros me hagan amontonarlos en mi mesilla, sin orden ni concierto.

Será también mi sentido del humor, pues quizás ni sea gracioso, ni tenga ningún sentido. Será que mi pasado no me permite amoldarme al presente ni percibir el futuro.

Debe ser que no se amar, o quizás mi amor lo he ido regalando a borbotones, sin dejar nada para nadie, ni siquiera para mí. Deber ser que no se ser amado, o quizás nunca lo he sido, quizás lo necesite, aunque seguramente no lo merezca.

Será mi apariencia, será que doy miedo, será que doy asco, será que impongo, será que parezco tonto, posiblemente sea simplemente que aparento lo que soy.

Será que no soy ni cariñoso, ni detallista, ni romántico. Será que otras virtudes que, ¿quién sabe?, pueda tener, queden desapercibidas, sin ser siquiera valoradas.

Será que solo soy un hombre bueno, pero no sepa demostrarlo. Será que me han demostrado lo que es el mal, y por eso no soy un mal hombre del todo.

Quizás sea que a las pocas personas a las que se les ilumina la cara solo con sentir mi presencia, sin importarles nada más, sin fijarse ni juzgar nada más, ni siquiera a ellas soy capaz de cuidarlas.

Por todo ello, por todo lo expuesto Señoría, merezco una sentencia condenatoria, a las pruebas me remito (tengo que admitir que, al menos en esto, soy bueno, pues el pobre fiscal se quedó boquiabierto, sin posibilidad de alegar nada más en mi contra).


Tienes Usted mucha razón en lo que aquí nos ha expuesto, estimado Kike Potter; sin embargo, todos tenemos malos días, en los que te sientes derrumbado y melancólico. Su alegato casi hasta me ha convencido, no obstante, como a Usted le gusta decir “Siempre, siempre hay esperanza”. Mi sentencia les será comunicada a todas las partes en unos días, pueden retirarse. Gracias.
 
 
Escrito por Kike Potter
25 de enero de 2017

 

lunes, 16 de enero de 2017

Papel tosco y barato: Rufino y la situación con la china


Rufino Sanchez de la Ermita era su nombre. Un hombre que vivía porque tiene que haber de todo en el universo. Si no existiera lo tendrían que inventar.

Su mundo se reducía básicamente a sus labores como inspector. No inspector de policía, lo que quizás hubiese dado más vidilla y emoción a su existencia, sino inspector de trabajo.
Como su capacidad intelectual (aparte de apariencia) le había impedido poder optar a cualquier puesto de trabajo medianamente honroso, tomo la decisión de presentarse a unas oposiciones. Estuvo 16 años presentándose año tras año para inspector de trabajo, aun sin cumplir ni uno solo de los requisitos exigidos, con la excepción de ser español y mayor de edad.

Al final, por misericordia de Leandro, presidente del jurado, que se jubilaba ese año y al que Rufino conocía (pues era vecino del barrio, haciéndole la compra semanal y sacándole al perro por la mañana y noche, aparte de otra serie de favores que no es menester citar ahora), obtuvo una plaza.

Era más bien bajito y regordete. Con pelo en espalda, orejas y nariz. Con gafas culo botella, barba descuidada y maraña por cabello. Más feo que una cabra. Solía vestir con pantalones de pana, náuticos prehistóricos y camisa de cuadros. En vez de maletín, acudía al trabajo con una mochila roída de cuando iba al instituto.
Su usada vestimenta, unida a su falta de higiene y propensión al sudor, hacía que muchas veces desprendiera un olor nauseabundo.

Cuando aparecía en los centros de trabajo, normalmente le daban alguna limosna, taper de comida o bocata a medio empezar, otras veces directamente le decían que no había trabajo, que no se molestase en dejar su curriculum, otras que no compraban nada e incluso en alguna ocasión, las menos por suerte, le echaban a gorrazos y golpes de las empresa a las que acudía. En una de esas penosas situaciones, le volaron sus gafas partiéndolas por la mitad. Desde entonces las tenía unidas por un trozo de esparadrapo, deambulando de esta guisa por la ciudad.

Cuando lograba balbucear que era inspector de trabajo, enseñando su credencial, se le quedaban mirando de arriba abajo, volviéndose a repetir las situaciones citadas anteriormente, con mayor o menor descojone y con mayor o menor violencia, hasta que la aparición de la policía municipal lograba descifrar el entuerto.

Su vida social se reducía a sus cortas conversaciones con las casas de comida a domicilio y teléfonos eróticos. Por Navidades creaba grupos de WhatsApp con los contactos obtenidos de sus visitas a las empresas, esperando así lograr conversación y amistades, encontrándose, sin embargo, con que a las pocas horas todos habían abandonado el grupo, no sin antes haberle insultado con saña y hasta la saciedad aquellos que le recordaban por un motivo u otro.

Esta era la vida de Rufino. Aun así, el tipo era feliz, pues había construido un mundo a su alrededor de depravados y sinvergüenzas, siendo él el único salvador y garante de los derechos laborales de los oprimidos obreros.

Aquella mañana Rufino debía acudir a un edificio de la ciudad, en su propio barrio. Tenía el aviso de que la empresa que se ocupaba de la limpieza del mismo sólo tenía una persona contratada, cuando el volumen de negocio y facturación de la misma daba a entender que necesitaría un número mayor de trabajadores a su cargo.

A Rufino le gustaba estar con antelación delante de su objetivo del día, pues le chiflaba eso de fisgonear y sentirse importante. En alguna ocasión, en polígonos industriales de las afueras de la ciudad, ésta manía suya de indagar y fisgar por los alrededores, le había traído malas consecuencias, siendo apaleado y apedreado por obreros de todo pelaje, sobre todo por aquellos sin papeles, aun cuando gritaba que estaba allí para salvaguardar sus derechos. ¡Vete a guardar a tu puñetera madre! ¡Desgraciao! ¡So guarro! ¡Mirón asqueroso!

Tras dar 3 vueltas por el barrio y pasar 5 veces por delante de la puerta de entrada al edificio, decidió al final acceder al mismo. Eran más de las 10 de la mañana. El conserje, al verle aparecer con esas pintas y la mochila al hombro se dirigió a él:

-          Buenos días, la publicidad puede dejarla aquí, que ya me ocupó yo de meterla en cada buzón.
-          Mi nombre es Rufino Sánchez de la Ermita, soy inspector de trabajo.

Félix el conserje, hombre de más de 1.90 y casi 100 kilos de peso, grande como una mula, le miro sin inmutarse.

 -          ¿Y qué quiere?
-           Tengo el aviso de comprobar la situación laboral de la limpiadora de esta Comunidad, Doña Claudia Gómez.
-          ¿La situación laboral?
-          Si.
-          ¿A qué se refiere?
-          Eso no es de su incumbencia caballero.
-          ¿Y yo en qué puedo ayudarle?
-          ¿Puede indicarme donde se encuentra Doña Claudia?
-          No la he visto en toda la mañana, debe estar ocupada.
-          ¿No estará Usted ocultándola u oponiéndose a la autoridad laboral?
-          ¿Cómo dice?

Rufino, hombre valeroso, pero tremendamente resarcido ya de porrazos y pescozones, dio unos pasos atrás ante la mirada de Félix el conserje.

-          Soy un representante de la ley, autoridad laboral en pro de los derechos de la oprimida clase obrera.
-          A ver cómo te lo explico pedazo de gilipollas, que me estas empezando a tocar los cojones. Tienes 10 segundos para salir de aquí y desaparecer de mi vista.
-          ¡Ni se le ocurra ponerme la mano encima!

Félix agarro a Rufino de la solapa de la camisa, arrastrándole hasta la puerta del Edificio. En el fondo, Félix estaba profundamente enamorado de Claudia.

-          ¡Esto tendrá consecuencias! ¡Voy a llamar ahora mismo a la policía municipal!
-          Llama a quien te salga de los mismísimos huevos, pero que no te vuelva a ver por aquí, ¡atontao!

Mientras sacaba tembloroso el móvil de su bolsillo para teclear el 112, Rufino se fijó en una china de pequeña estatura que deambulaba por la acera. La buena señora andaba muy despacio, mirando los edificios y la calle como si tal cosa.

A Rufino, muy observador para estas cosas, le pareció raro, pues aun estando en el centro de la ciudad, no era aquella zona lugar de visitas ni turismo, sino más bien residencial.
La siguió durante unos minutos, caminando detrás de ella a una distancia prudencial, pues le vino a la memoria la somanta hostias que le asestaron en el chino al lado de su casa, por pedirles el carnet de manipulador de alimentos y alta como autónomos, con la amenaza de denunciarles ante las autoridades.
De repente la oriental entró en un pequeño bar de nombre “La Ventura de Lozano”.
Rufino paso despacio por la puerta, miro su interior y observo a la china delante del mostrador, como con intención de pedir un café con leche.

Como ya había decidido dejar a Claudia para una mejor oportunidad y la situación le había resultado chocante, decidió indagar un poquito más. Cruzó al otro lado de la calle, se sentó en un banco y allí se quedó, con la mirada fija en la puerta de “La Ventura de Lozano”, esperando a ver qué pasaba con su china.

Pasaron los minutos y nada. Se levantó y decidió pasar de nuevo por delante de la puerta del bar y mirar de reojo a ver que se cocía dentro. Así lo hizo y pudo observar a la china en la misma posición, un señor ya mayor detrás de la barra (debía ser el dueño) y dos clientes más, también de avanzada edad, sentados en taburetes al otro lado de la barra.

¿Qué hacía una china con pintas de turista en aquel bar mugroso a esas horas de la mañana? ¿Por qué estaba delante de la barra sin aparentemente consumir nada? Rufino se hacía éstas y otras preguntas mientras volvía a sentarse en el mismo banco, pues había decidido no marcharse de allí sin descifrar qué buscaba la china en aquel bar y que oscuros negocios y trapicheos estaban detrás de todo aquello.

Tras una hora sentado con la mirada fija en el bar sin suceder absolutamente nada, la puerta se abrió y apareció el qué se supone sería el dueño del local. Miró a un lado y otro de la acera, se desperezó y empezó a montar la terraza, colocando lentamente las mesitas con sus sillas. Era ya mediodía.

Rufino frunció el ceño. Su china llevaba casi 2 horas allí metida sin ninguna explicación aparente. Había llegado el momento de actuar.

Se levantó del banco, cruzó la calle y se introdujo en el bar. Para no levantar sospechas pregunto por la máquina de tabaco. No fumaba, pero ya tenía experiencia en esta serie de pequeñas triquiñuelas. Mientras metía lentamente las monedas en la maquina recorrió el bar con la mirada. Allí seguían los dos jubilados a la barra, mirando el periódico, mientras el dueño colocaba la terraza. Ni rastro de la china.

Se puso a pensar en nombres de chinas, pero solo le venía a la cabeza el nombre de Lupita. Se dirigió a la barra con cara de sorpresa (y un poco de indignación), haciéndose un poco más el tonto de lo que ya de por sí aparentaba.

-          Buenos días tenga Usté, ¿sabe si ha llegado mi amiga Lu?
-          ¿Cómo dice joven?
-          Lu, mi amiga china.
-          ¿Su amiga china Lu?
-          Si, la conocí en Taiwán, el año pasado, y está ahora de visita aquí, he quedado con ella en este fantástico establecimiento que Usté regenta.
-          Por aquí pasa mucha gente a lo largo del día joven, pero nadie con ese nombre ni preguntando por Usted, ¿Cuál es su nombre?
-          Leovigildo.
-          ¿Leovigildo?
-          Así es señor. Mis padres eran unos enamorados de los reyes visigodos. Una desgracia como cualquier otra.

El dueño cruzó la mirada con los dos jubiletas de la barra, que observaban la conversación.

-          Pues le digo que ninguna Lu ha preguntado por Usted.
-          Pues es raro. Lu, aunque pequeña de estatura, es grande en respeto y sentimientos. Jamás dejaría tirado a un amigo como lo soy yo para ella.
-          Quizás esté a punto de llegar, ¿quiere tomar algo mientras espera y contarnos algo más de esa bonita amistad?
-          ¡Estupenda idea!, pero antes, si me lo permite, desearía hacer un pis. ¿Los baños por favor?
-          Al fondo encontrará un pasillo a la derecha. La tercera puerta.
-          Gracias caballero.

Rufino dobló el pasillo, mirando las puertas. Se dirigió al fondo, miro el letrero “Almacén”, puso la oreja para ver si oía algo. Se arrodilló para ver si veía algo. Se volvió a levantar, puso la mano en el pomo, oyó un crujido detrás de él. No tuvo tiempo de reaccionar, así que se llevó el mamporro del siglo. Cayó desvanecido en el pasillo.

Despertó en posición fetal, atado de pies y manos, con una venda en los ojos y como Dios le trajo al mundo, en un pequeño cubículo en la parte trasera del bar. Allí estaban el dueño y los 2 jubilados, mirándole sonrientes.

-          Te hemos dicho la tercera puerta a la derecha “Leovigildo”.
-          Siempre he sido pésimo para encontrar los sitios, desde pequeño sufro graves problemas de orientación, ¿Qué van a hacer conmigo? Les advierto que en mi último reconocimiento médico rutinario me diagnosticaron no menos de 15 enfermedades infecciosas, aparte les digo que antes de entrar a su local he llamado a la policía municipal por otros asuntos, soy inspector de trabajo. Todo ello para su conocimiento y que lo sepan Ustedes.
-          ¿Inspector de trabajo?
-          Si, pueden mirar en mis pertenencias. Si me dejan en libertad prometo no decir nada de las múltiples ilegalidades que, sin duda alguna, se están cometiendo en este local. Hasta incluso puedo mover algunos hilos para que Usted deje de pagar impuestos y a sus entrañables amigos se les revalorice la pensión de forma considerable.

El dueño y los 2 jubilados se miraron entre ellos en silencio. En ese mismo instante, alguien toco a la puerta con un toc toctoc toc toctoc. Abrieron y apareció un hombre de avanzada edad, calvo y robusto.

-          ¿Qué cojones pasa aquí? ¿Dónde está el pedazo de subnormal del que me habéis hablado?

El pobre Rufino reconoció la voz al instante.

-          ¿Leandro? ¡Leandro! ¿Es Usted? ¡Alabado sea Dios! ¡Ayúdeme!
-          Pero…, la madre que me pario… ¿Se puede saber qué hace aquí este pedazo de carne con ojos?
-          Estaba fisgoneando y hacía preguntas raras sobre la china, ¿Le conoces? ¿Qué hacemos con él?
-          ¿Qué si le conozco? ¿Qué qué hacemos? Hay que joderse… ¡hay que joderse! En fin…, dile a la china que pase y le arree unos buenos azotazos, os puedo asegurar que le encanta. Mientras tanto pensaremos que hacer con este engendro.


Escrito por Kike Potter
Enero de 2017


El silbido del energúmeno - Capitulo 9

     Me es imposible abrir la compuerta del suelo. No sé si es debido a que me falta fuerza o a que el paso de los años la ha dejado atascad...