lunes, 30 de noviembre de 2015

Sitges 1883


Es un trabajo que le persigue desde hace años, que le impusieron si quería salvar su vida. Una deuda que, aun así, tenía sus cosas buenas. Le permitía viajar en el tiempo y en el espacio, pues aquellos encargados de atrofiar los sueños y la esperanza, de aniquilar las ilusiones, creando espejismos a su antojo, utilizando y mutilando en la sombra a aquellas almas inocentes que lo querían dar todo, de enterrar los sentimientos como si no existieran o hubieran existido, de asesinar a los creadores, de maltratar a los creyentes, se extendían, se extienden por todo el universo conocido, en cada época y lugar, utilizando las armas que tenían a su alcance.

A él también le dieron armas para combatirlos. Y esa era su misión.

Serían alrededor de las 9 de la mañana. Empezaba a hacer fresco, pero se resistía a ponerse aún el abrigo. Se fumó el último cigarro antes de entrar en la estación. Lo miró, lo tiró y lo pisoteó en el barro.
Mientras bajaba las escaleras se ajustó la corbata. Entró en el andén.

El tren recorría toda la línea del mar. Un antiguo tren de finales del siglo XIX. Corría el año 1883.
Tenía un compartimento privado, para él solo. Lo prefería así. Enseñó su billete y se echó la mochila a su espalda.
De repente se paró extrañado. Frunció el ceño y se dio la vuelta. Volvió sobre sus pasos y se quedó mirando una esquina. En un rincón del pasillo había un papelito pegado. Acercó su mirada y leyó: “Sonríe”. Le hizo gracia. Y sonrío.
Siguió andando, pero volvió a pararse. Volvió a darse la vuelta y volvió a mirar ese papelito. Miró a los lados, pensando que sería una broma, o una trampa. Como nadie le miraba, ni nadie prestaba atención al papel, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo, por si acaso.

Pasó por los vagones dirigiéndose a su compartimento. Quería llegar para descansar un rato antes de dedicarse a sus quehaceres. Llegó hasta la puerta y se dispuso a entrar, cuando, de nuevo, al fondo, divisó otro papelito en una de las ventanillas. Como no quería despertar sospechas, entró a su compartimento y cerró detrás de él.
Traicionado y utilizado por naturaleza, se quedó escondido tras la puerta, sin hacer ruido. Se quedó así un buen rato, escuchando. Pasaban los viajeros, hablando entre ellos, ruido de pasos, de maletas arrastrarse, de risas, de buenos días y adioses. Entre todos esos ruidos, escuchó una voz canturreando y el sonido inconfundible de un llavero, con incontables llaves que deberían abrir puertas de algún sitio por descubrir, que solo su dueño debería conocer.

Cuando el silencio se adueñó del pasillo, abrió su puerta muy despacio y miró a ambos lados del pasillo. El papelito seguía en su sitio. Se acercó y lo leyó: “Sonríe, eso confunde a los demás y además ¡se pega!”. Esta vez soltó la carcajada. Miró por la ventanilla, cogió el papel, se lo volvió a guardar en el bolsillo y volvió a su compartimento.

Sacó los papelitos y los dejó encima de la cama. Se quedó mirándolos. Suspiró.
Abrió su mochila y empezó a ojear los encargos que tenía previstos para todo aquel largo trayecto por la costa.
Normalmente esperaba que le trajesen el desayuno a su compartimento: café con leche y bollito de chocolate, pero, esta vez, decidió dirigirse él a la cafetería.
Por el camino se encontró un folio tirado en el suelo, lo recogió y, para su sorpresa, vio escrito a grandes letras: “Haz lo que amas”. Se quedó con el papel entre sus manos, oyendo el traqueteo del tren. Lo dobló de forma cuidadosa y se lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

Esa mañana desayunó su café, acompañado de frutas y barrita de pan, sentado en un taburete enfrente de la barra. Y al final de la barra, divisó lo que parecía un libro. Sin dueño, abandonado. Quizás olvidado. Terminó de desayunar y el libro seguía en su sitio, nadie había aparecido para recogerlo. Se acercó y lo miró. No se trataba de un libro, sino de un diario, con este título: “Nunca dejes de soñar”. Se dirigió al camarero.

- Perdone, este diario, ¿sabe a quién pertenece?
- Pues no lo sé Señor, lleva ahí toda la mañana, por aquí pasa mucha gente a desayunar, imagino que volverán a por él.
- Gracias.

El camarero se dio la vuelta y volvió a atender a su clientela. Se quedó con el diario entre sus manos, con una sensación irresistible de hojearlo. No estaba bien lo que iba a hacer, pero la tentación le ganó. Cogió el diario y se lo guardó en el otro bolsillo interior de su chaqueta. Pagó el desayuno y salió de la cafetería.

Deambuló por los pasillos y zonas comunes del tren, buscando un sitio relajado para poder hojear el diario a gusto, pues no le apetecía volver a su compartimento. Y, sin darse cuenta, llegó hasta la parte trasera del tren, al último vagón.
Giró el pomo de la puerta, pero no se abrió. Estaba cerrado con llave. Intento mirar por el hueco del ventanuco, pero estaba en penumbra.
Alzo la mano para llamar, pero se quedó inmóvil. Apoyo su cabeza en la puerta y cerró los ojos. Estaba agotado. Y no quería molestar. Le daba la impresión que siempre molestaba, que sobraba.

Para su sorpresa la puerta se abrió.
Apareció la silueta de una mujer, con el rostro tapado por los mechones de su ondulada melena negra, aun así divisó sus ojos negros y su boca, preciosa, en una cara marcada. Alta. Delgada. No pudo descifrar su edad. Iba descalza, con un largo jersey por debajo de sus muslos. Llevaba entre sus manos una taza humeante de café, que bebía a sorbitos mientras le miraba a los ojos.

- ¿Se ha perdido? ¿Busca algo?
-  Es difícil perderse en un tren. Solo buscaba un sitio tranquilo para leer.

Se dio cuenta que aquellos ojos negros le miraban detenidamente, sin pestañear, mientras bebía su café tranquilamente. La observó sonreír.

- Lo que quiere leer es mío.
-¿Ah sí? Vaya… perdone, lo encontré en la cafetería.
- No pasa nada. Puede ojearlo si le interesa realmente, solo hay frases sueltas y recuerdos. Pero después, devuélvamelo, por favor.
- Es suyo Señorita. Es su diario.
- Lo comparto con Usted si quiere.
- Gracias, es Usted muy amable.

Observó el interior del vagón detrás de ella. Libros por todas partes, velas, olor a frutas, una maleta, un enorme cuadro de un león y hasta un piano.
Miró cómo volvía a sonreír tímidamente, mientras se empezaba a liar un cigarro.

- ¿A dónde se dirige Señorita? ¿Cuál es el motivo de su viaje?
- Dejo cosas atrás que me persiguen, aunque ya pesan menos. Necesitaba un cambio. ¿Y Usted caballero?
- Por trabajo.
- ¿A qué se dedica?
- Soy escritor.
- Me gusta leer.
- Ya lo veo.
- ¿Hasta dónde viaja?
- Hasta Sitges.
- ¿Ah sí? Vaya, ¡que coincidencia! Yo también.
- Pues sí.

Silencio. Solo roto por el zarandeo del tren. Mirándola como fumaba, una sensación de excitación y tranquilidad al mismo tiempo invadió todo su cuerpo.

- Le dejo su diario, es suyo, en otra ocasión, quizás, pueda saber lo que hay dentro.
- Como quiera. Gracias por guardármelo y devolvérmelo.
- De nada.
- Dígame, ¿Por qué no sonríe más?
- Me robaron la sonrisa y me cuesta recuperarla.
- Le miro y veo migajas rancias, dolor, reproches, puñales y mucho cansancio. Agotamiento. Veo negación, incomprensión, al límite. Partido. Roto. Aun así… queda una grieta pequeña que vierte una luz cegadora al exterior. Todavía hay brillo en sus ojos, un brillo mágico y envolvente, una explosión de luz, pura energía. Su voz es potente y clara, pero siente que no es escuchada, ni comprendida. Su capacidad es genuina y, sin embargo, no puede.

Sintió dolor en el pecho. Ganas de llorar. Cogió la mano de ella, se inclinó y se la besó dulcemente.

- Debo marcharme Señorita, gracias por la conversación. ¿Viaja Usted sola?
- Si.
- Pues tenga cuidado. Adiós.
- Adiós.

Se dio la vuelta y volvió a su compartimento. Lloró ante el retrato que aquella dama desconocida, o no, había hecho de sí mismo.
El tren seguía su camino, lentamente. Llegó la noche y le costó conciliar el sueño.

Los silbatos de la estación le despertaron. Habían llegado al destino. Se desperezó y miró por los cristales, recordando la sonrisa de aquella señorita. Se vistió y recogió todo despacio, reflexionando sobre su vida. Suspiró, cogió ánimos y salió del compartimento. Se topó de bruces con ella, que iba trotando por el pasillo. Lanzó un chillido, que se convirtió en risas.

- ¡Dios mío! ¡Que susto me acaba de dar! ¡Está aquí!
- Sí, estoy aquí.

Un par de segundos de miradas furtivas. Ella echó sus brazos al cuello. Él sus brazos a la cintura. Y sus labios, sus bocas, se juntaron. Una boca para la otra, sin ninguna intención de parar en esos momentos.

 
A finales del siglo XIX Sitges empezaba a ser una ciudad cosmopolita, culta. En su seno vivían y trabajaban escultores, pintores, escritores y compositores, personajes de lo más variopinto. Y todos ellos, varias veces al año, se reunían para contrastar sus ideas y creaciones.

Bajando del tren se perdieron entre el tumulto. Hasta nuestro próximo encuentro...


La razón, el encargo por el que estaba allí, en aquella época, le era aún desconocido. Debería, como otras muchas veces, dejarse llevar por su intuición y que el destino quisiera ser benévolo. Nunca lo sabía hasta el final.

Solo sabía que a la hora indicada debería estar en un Edificio llamado “Casa Sebastia Sans i Bori”, una casa imponente de piedra recientemente construida, con un pórtico en la entrada con columnas jónicas.
Los alrededores estaban atestados de gente y se oía bullicio en su interior cuando llegó a las puertas. Traspasó la entrada y alguien le deslizó un trozo de papel. Lo observó detenidamente. Esbozó una pequeña sonrisa. 
En el jardín trasero del Edificio daban un pequeño coctel. Y allí se congregaba la gente, todos ellos vestidos para la ocasión, hablando sobre sus libros y poemas.

Era un maestro en pasar desapercibido. Sonriendo, era casi un juego. 

Aún así sintió zozobra, tensión. Pensó en puñales traicioneros. Fue al baño, detrás de uno de aquellos personajes. Se topó con él en la entrada.

- ¿Por qué no me da lo que lleva encima?
- ¿Cómo dice caballero?
- El veneno que guarda y el puñal que esconde.
- No sé a qué se refiere caballero.
- Démelo o no saldrá con vida de estos baños.

Alguno de ellos era experto en el combate cuerpo a cuerpo. Terminó con algunos botones de la camisa rotos, varios rasguños en el rostro y golpes diversos en su cuerpo, pero él terminó muerto dentro de uno de los baños, con el cuello partido.
Se lavó las manos, se ajustó su chaqueta y salió de nuevo al recibidor de la planta baja. Notó alguien a su espalda. Se volvió y observó que le ofrecían un cigarro.

- ¿Fuma caballero?
- Si, gracias, justo pensaba en hacerlo ahora mismo.
- Ya imagino, ¿Todo bien?
- Por el momento sí.

Escuchó de nuevo esa voz canturrear y el tintineo de llaves. Era ella. Pasó por delante. Acababa de llegar. Se quedó hojeando los libros de la entrada, pasando sus dedos lentamente por las hojas. Le brillaban los ojos con cada página. Andaba muy despacio.

Se miraron. Él con sorpresa, ella con timidez.
Se miraron. Él con ansia. Ella con deseo.
Se miraron. Sonrieron. Él con ternura. Ella con dulzura.

Comenzó a subir las escaleras de caracol que accedían a los pisos superiores. Despacio, mirando hacia atrás, mirándole a los ojos.

- ¿A qué esperas? Ve.
- Me muero por hacerlo la verdad.
- Pues venga, ya me ocupo yo de todo lo demás, no te preocupes.
- No puedo dejarte solo.
-  Claro que puedes. Si estás aquí es por ella, ¿aún no lo has entendido? ¿aún no sabes lo que significa?

Subió las escaleras tras ella. Ya no estaba. Debía haber entrado en alguna de las innumerables habitaciones de aquel edificio. Ni un rastro.
A veces, sólo a veces, el mal se vuelve contra sí mismo y hace involuntariamente un bien, ocurre de vez en cuando. Así ocurrió. Pues la buscaban. Y él siguió al mal, para hallar el bien.

Husmeando tras la puerta, con su puñal ya en la mano. Agarró su muñeca.

- No.
- Tú otra vez… ¡te odiamos! ¡traidor!
- Huye de aquí.
- ¡No! Es su hora… ¡y a ti también te llegará la tuya!
- Quizás, pero aún no. Aquí sí que no entrareis. En la vida.

Hundió su daga en su corazón, hasta sentir su muerte. Arrastró su cuerpo a una zona oscura y dejó una copa con veneno entre sus manos.

Empujó la puerta. Se abrió sola. Allí estaba, fumando apoyada en la repisa de la ventana. Se miraron.

- Le dije que tuviera cuidado, ¿Cómo se le ocurre dejar la puerta abierta?
- Uy… no me he dado cuenta…

Se acercó a ella. Su aliento en su nuca. Le quito la ropa. Desnuda, de espaldas, mirando por la ventana. Recorrió su cuerpo, entero. Solo se oían sus manos en su piel. Sus suspiros. 

Desnudos. Ella leyéndole en voz alta. Él acariciándola mientras lo hacía.
Cogió un lápiz de carbón y dibujó en su espalda: “Hoy oí”.

- Es usted realmente encantador y guapo, pero jamás podremos juntos conseguir nuestros sueños.
- Usted es especial señorita. En el fondo de mi corazón así lo sé, aunque jamás la olvidaré.
- Aunque no suelo hacerlo, yo igual.

El silbido del energúmeno - Capitulo 9

     Me es imposible abrir la compuerta del suelo. No sé si es debido a que me falta fuerza o a que el paso de los años la ha dejado atascad...