Rufino
Sanchez de la Ermita era su nombre. Un hombre que vivía porque tiene que haber
de todo en el universo. Si no existiera lo tendrían que inventar.
Su
mundo se reducía básicamente a sus labores como inspector. No inspector de
policía, lo que quizás hubiese dado más vidilla y emoción a su existencia, sino
inspector de trabajo.
Como
su capacidad intelectual (aparte de apariencia) le había impedido poder optar a
cualquier puesto de trabajo medianamente honroso, tomo la decisión de presentarse
a unas oposiciones. Estuvo 16 años presentándose año tras año para inspector de
trabajo, aun sin cumplir ni uno solo de los requisitos exigidos, con la
excepción de ser español y mayor de edad.
Al
final, por misericordia de Leandro, presidente del jurado, que se jubilaba ese
año y al que Rufino conocía (pues era vecino del barrio, haciéndole la compra
semanal y sacándole al perro por la mañana y noche, aparte de otra serie de
favores que no es menester citar ahora), obtuvo una plaza.
Era
más bien bajito y regordete. Con pelo en espalda, orejas y nariz. Con gafas
culo botella, barba descuidada y maraña por cabello. Más feo que una cabra. Solía
vestir con pantalones de pana, náuticos prehistóricos y camisa de cuadros. En
vez de maletín, acudía al trabajo con una mochila roída de cuando iba al
instituto.
Su
usada vestimenta, unida a su falta de higiene y propensión al sudor, hacía que
muchas veces desprendiera un olor nauseabundo.
Cuando
aparecía en los centros de trabajo, normalmente le daban alguna limosna, taper
de comida o bocata a medio empezar, otras veces directamente le decían que no
había trabajo, que no se molestase en dejar su curriculum, otras que no
compraban nada e incluso en alguna ocasión, las menos por suerte, le echaban a
gorrazos y golpes de las empresa a las que acudía. En una de esas penosas
situaciones, le volaron sus gafas partiéndolas por la mitad. Desde entonces las
tenía unidas por un trozo de esparadrapo, deambulando de esta guisa por la
ciudad.
Cuando
lograba balbucear que era inspector de trabajo, enseñando su credencial, se le
quedaban mirando de arriba abajo, volviéndose a repetir las situaciones citadas
anteriormente, con mayor o menor descojone y con mayor o menor violencia, hasta
que la aparición de la policía municipal lograba descifrar el entuerto.
Su
vida social se reducía a sus cortas conversaciones con las casas de comida a
domicilio y teléfonos eróticos. Por Navidades creaba grupos de WhatsApp con los
contactos obtenidos de sus visitas a las empresas, esperando así lograr
conversación y amistades, encontrándose, sin embargo, con que a las pocas horas
todos habían abandonado el grupo, no sin antes haberle insultado con saña y hasta
la saciedad aquellos que le recordaban por un motivo u otro.
Esta
era la vida de Rufino. Aun así, el tipo era feliz, pues había construido un
mundo a su alrededor de depravados y sinvergüenzas, siendo él el único salvador
y garante de los derechos laborales de los oprimidos obreros.
Aquella
mañana Rufino debía acudir a un edificio de la ciudad, en su propio barrio.
Tenía el aviso de que la empresa que se ocupaba de la limpieza del mismo sólo
tenía una persona contratada, cuando el volumen de negocio y facturación de la
misma daba a entender que necesitaría un número mayor de trabajadores a su
cargo.
A
Rufino le gustaba estar con antelación delante de su objetivo del día, pues le
chiflaba eso de fisgonear y sentirse importante. En alguna ocasión, en
polígonos industriales de las afueras de la ciudad, ésta manía suya de indagar
y fisgar por los alrededores, le había traído malas consecuencias, siendo
apaleado y apedreado por obreros de todo pelaje, sobre todo por aquellos sin
papeles, aun cuando gritaba que estaba allí para salvaguardar sus derechos. ¡Vete a guardar a tu puñetera madre!
¡Desgraciao! ¡So guarro! ¡Mirón asqueroso!
Tras
dar 3 vueltas por el barrio y pasar 5 veces por delante de la puerta de entrada
al edificio, decidió al final acceder al mismo. Eran más de las 10 de la
mañana. El conserje, al verle aparecer con esas pintas y la mochila al hombro
se dirigió a él:
- Buenos días, la publicidad puede dejarla aquí, que ya me ocupó yo de meterla en cada buzón.
-
Mi
nombre es Rufino Sánchez de la Ermita, soy inspector de trabajo.- Buenos días, la publicidad puede dejarla aquí, que ya me ocupó yo de meterla en cada buzón.
Félix
el conserje, hombre de más de 1.90 y casi 100 kilos de peso, grande como una
mula, le miro sin inmutarse.
- ¿La situación laboral?
- Si.
- ¿A qué se refiere?
- Eso no es de su incumbencia caballero.
- ¿Y yo en qué puedo ayudarle?
- ¿Puede indicarme donde se encuentra Doña Claudia?
- No la he visto en toda la mañana, debe estar ocupada.
- ¿No estará Usted ocultándola u oponiéndose a la autoridad laboral?
- ¿Cómo dice?
Rufino,
hombre valeroso, pero tremendamente resarcido ya de porrazos y pescozones, dio
unos pasos atrás ante la mirada de Félix el conserje.
- Soy un representante de la ley, autoridad laboral en pro de los derechos de la oprimida clase obrera.
-
A
ver cómo te lo explico pedazo de gilipollas, que me estas empezando a tocar los
cojones. Tienes 10 segundos para salir de aquí y desaparecer de mi vista.- Soy un representante de la ley, autoridad laboral en pro de los derechos de la oprimida clase obrera.
- ¡Ni se le ocurra ponerme la mano encima!
Félix
agarro a Rufino de la solapa de la camisa, arrastrándole hasta la puerta del
Edificio. En el fondo, Félix estaba profundamente enamorado de Claudia.
-
¡Esto
tendrá consecuencias! ¡Voy a llamar ahora mismo a la policía municipal!
-
Llama
a quien te salga de los mismísimos huevos, pero que no te vuelva a ver por
aquí, ¡atontao!
Mientras
sacaba tembloroso el móvil de su bolsillo para teclear el 112, Rufino se fijó
en una china de pequeña estatura que deambulaba por la acera. La buena señora
andaba muy despacio, mirando los edificios y la calle como si tal cosa.
A
Rufino, muy observador para estas cosas, le pareció raro, pues aun estando en
el centro de la ciudad, no era aquella zona lugar de visitas ni turismo, sino
más bien residencial.
La
siguió durante unos minutos, caminando detrás de ella a una distancia
prudencial, pues le vino a la memoria la somanta hostias que le asestaron en el
chino al lado de su casa, por pedirles el carnet de manipulador de alimentos y
alta como autónomos, con la amenaza de denunciarles ante las autoridades.De repente la oriental entró en un pequeño bar de nombre “La Ventura de Lozano”.
Rufino paso despacio por la puerta, miro su interior y observo a la china delante del mostrador, como con intención de pedir un café con leche.
Como
ya había decidido dejar a Claudia para una mejor oportunidad y la situación le
había resultado chocante, decidió indagar un poquito más. Cruzó al otro lado de
la calle, se sentó en un banco y allí se quedó, con la mirada fija en la puerta
de “La Ventura de Lozano”, esperando a ver qué pasaba con su china.
Pasaron
los minutos y nada. Se levantó y decidió pasar de nuevo por delante de la
puerta del bar y mirar de reojo a ver que se cocía dentro. Así lo hizo y pudo
observar a la china en la misma posición, un señor ya mayor detrás de la barra
(debía ser el dueño) y dos clientes más, también de avanzada edad, sentados en
taburetes al otro lado de la barra.
¿Qué
hacía una china con pintas de turista en aquel bar mugroso a esas horas de la
mañana? ¿Por qué estaba delante de la barra sin aparentemente consumir nada?
Rufino se hacía éstas y otras preguntas mientras volvía a sentarse en el mismo
banco, pues había decidido no marcharse de allí sin descifrar qué buscaba la
china en aquel bar y que oscuros negocios y trapicheos estaban detrás de todo
aquello.
Tras
una hora sentado con la mirada fija en el bar sin suceder absolutamente nada,
la puerta se abrió y apareció el qué se supone sería el dueño del local. Miró a
un lado y otro de la acera, se desperezó y empezó a montar la terraza,
colocando lentamente las mesitas con sus sillas. Era ya mediodía.
Rufino
frunció el ceño. Su china llevaba casi 2 horas allí metida sin ninguna
explicación aparente. Había llegado el momento de actuar.
Se
levantó del banco, cruzó la calle y se introdujo en el bar. Para no levantar
sospechas pregunto por la máquina de tabaco. No fumaba, pero ya tenía
experiencia en esta serie de pequeñas triquiñuelas. Mientras metía lentamente
las monedas en la maquina recorrió el bar con la mirada. Allí seguían los dos
jubilados a la barra, mirando el periódico, mientras el dueño colocaba la terraza.
Ni rastro de la china.
Se
puso a pensar en nombres de chinas, pero solo le venía a la cabeza el nombre de
Lupita. Se dirigió a la barra con cara de sorpresa (y un poco de indignación),
haciéndose un poco más el tonto de lo que ya de por sí aparentaba.
-
Buenos
días tenga Usté, ¿sabe si ha llegado mi amiga Lu?
-
¿Cómo
dice joven?- Lu, mi amiga china.
- ¿Su amiga china Lu?
- Si, la conocí en Taiwán, el año pasado, y está ahora de visita aquí, he quedado con ella en este fantástico establecimiento que Usté regenta.
- Por aquí pasa mucha gente a lo largo del día joven, pero nadie con ese nombre ni preguntando por Usted, ¿Cuál es su nombre?
- Leovigildo.
- ¿Leovigildo?
- Así es señor. Mis padres eran unos enamorados de los reyes visigodos. Una desgracia como cualquier otra.
El
dueño cruzó la mirada con los dos jubiletas de la barra, que observaban la
conversación.
-
Pues
le digo que ninguna Lu ha preguntado por Usted.
-
Pues
es raro. Lu, aunque pequeña de estatura, es grande en respeto y sentimientos.
Jamás dejaría tirado a un amigo como lo soy yo para ella.- Quizás esté a punto de llegar, ¿quiere tomar algo mientras espera y contarnos algo más de esa bonita amistad?
- ¡Estupenda idea!, pero antes, si me lo permite, desearía hacer un pis. ¿Los baños por favor?
- Al fondo encontrará un pasillo a la derecha. La tercera puerta.
- Gracias caballero.
Rufino
dobló el pasillo, mirando las puertas. Se dirigió al fondo, miro el letrero
“Almacén”, puso la oreja para ver si oía algo. Se arrodilló para ver si veía
algo. Se volvió a levantar, puso la mano en el pomo, oyó un crujido detrás de
él. No tuvo tiempo de reaccionar, así que se llevó el mamporro del siglo. Cayó
desvanecido en el pasillo.
Despertó
en posición fetal, atado de pies y manos, con una venda en los ojos y como Dios
le trajo al mundo, en un pequeño cubículo en la parte trasera del bar. Allí
estaban el dueño y los 2 jubilados, mirándole sonrientes.
- Te hemos dicho la tercera puerta a la derecha “Leovigildo”.
-
Siempre
he sido pésimo para encontrar los sitios, desde pequeño sufro graves problemas
de orientación, ¿Qué van a hacer conmigo? Les advierto que en mi último
reconocimiento médico rutinario me diagnosticaron no menos de 15 enfermedades
infecciosas, aparte les digo que antes de entrar a su local he llamado a la
policía municipal por otros asuntos, soy inspector de trabajo. Todo ello para
su conocimiento y que lo sepan Ustedes.- Te hemos dicho la tercera puerta a la derecha “Leovigildo”.
- ¿Inspector de trabajo?
- Si, pueden mirar en mis pertenencias. Si me dejan en libertad prometo no decir nada de las múltiples ilegalidades que, sin duda alguna, se están cometiendo en este local. Hasta incluso puedo mover algunos hilos para que Usted deje de pagar impuestos y a sus entrañables amigos se les revalorice la pensión de forma considerable.
El
dueño y los 2 jubilados se miraron entre ellos en silencio. En ese mismo
instante, alguien toco a la puerta con un toc toctoc toc toctoc. Abrieron y
apareció un hombre de avanzada edad, calvo y robusto.
- ¿Qué cojones pasa aquí? ¿Dónde está el pedazo de subnormal del que me habéis hablado?
- ¿Qué cojones pasa aquí? ¿Dónde está el pedazo de subnormal del que me habéis hablado?
El
pobre Rufino reconoció la voz al instante.
-
¿Leandro?
¡Leandro! ¿Es Usted? ¡Alabado sea Dios! ¡Ayúdeme!
-
Pero…,
la madre que me pario… ¿Se puede saber qué hace aquí este pedazo de carne con
ojos?- Estaba fisgoneando y hacía preguntas raras sobre la china, ¿Le conoces? ¿Qué hacemos con él?
- ¿Qué si le conozco? ¿Qué qué hacemos? Hay que joderse… ¡hay que joderse! En fin…, dile a la china que pase y le arree unos buenos azotazos, os puedo asegurar que le encanta. Mientras tanto pensaremos que hacer con este engendro.
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