lunes, 6 de febrero de 2017

¡Cuidado con los pozos!


Mi madre siempre ha tenido cosas de cobardica. Cualquier atisbo de apuro siempre ha significado para ella peligro de muerte. ¿Quién sabe? Quizás ese desasosiego constante a que me pasará algo, haciéndome ver el riesgo a cada paso, hace que ahora siga estando vivo, ¿Por qué no? Puede ser. Cualquiera sabe.

 
¡Cuidado con los pozos!

Esta frase me ha acompañado desde que era un mico. Para mi madre, todos los caminos, solares, tierras, parcelas, eras, valles, etc… de mi pueblo estaban (y están) plagados de pozos, ocultos y profundos, donde podías caer para no volver a salir, a cualquier paso que dabas. En verdad, aunque actualmente casi la inmensa mayoría están cubiertos  o sellados, antiguamente en los pueblos proliferaban los pozos, pues la gente tenía que beber y lavarse. En el huerto enfrente de mi casa donde juagábamos y pasábamos las tardes, en una esquina había un pozo. Aunque estuvo siempre tapado, era emocionante acercarse hasta el borde, dejar caer una piedrecita por una rendija y escuchar el ¡plof! después de unos segundos interminables.

Yo siempre en esto he sido muy obediente y os aseguro que jamás me he visto en el fondo de ningún pozo (al menos físicamente).

 
¡Ni el primero ni el último!

Sabía reflexión de mi madre. Siempre que salía con los amigos por el pueblo y sus alrededores me lo repetía hasta la saciedad. Escaquearse de ir el primero era fácil, pues siempre estaba el valiente o chulito del grupo, es decir, el listillo o sabiondo, el enteradillo para entendernos. En cambio no ir el último era complicado, pues creo que a ninguno nos hacía gracia, y siempre estabas a empujones o adelantamientos aprovechando cualquier despiste.

En este caso, para mi desgracia, no la he hecho mucho caso en la vida, pues, aunque casi sin quererlo, he tenido que ponerme el primero varias veces. Así me ha pasado, que tengo un largo historial de pescozones y golpazos en mis mejillas.

 
¡Cuidado con los adelantamientos!

Nada de “ten cuidado” o “ves despacio” o “no corras”. Mi madre, imagino que conocedora de las estadísticas de la DGT,  tiene obsesión con los adelantamientos. Me he percatado que la velocidad no le afecta, pues cuando la llevo en el coche y aprieto el acelerador, ni se inmuta, incluso parece que va a gusto pues creo percibir una sonrisilla de placer. Vamos, que no rechista. Eso sí, como me vea con la intención de adelantar, ya está a vueltas con la matraca.

 
¡Ojo con las raspas no te vayas a atragantar!

Para mi madre cualquier pescado, molusco, marisco o similar, están plagados de espinas, y ten por seguro que a ti te tocará una que se te incrustará en la garganta y como consecuencia de ello llegarás a atragantarte y morir acto seguido.

 
¡Mira como viene el cielo de negro¡¡ No te asomes a la ventana! ¡Apaga la televisión!

El miedo de mi madre a las tormentas es digno de estudio. Para ella cualquier nube negra en el horizonte significa peligro. No cualquier tormentilla de verano, sino tornado con inundaciones. Prohibido salir de casa. Y no solo salir, sino también mirar por puertas y ventanas, pues de seguro cualquier rayo caerá sobre tu cabeza. Y apaga la televisión, pues, ese mismo rayo, sino te cae en la cabeza, caerá sobre la antena, bajará por el cable y la tele explotará, friéndote delante de ella (la tele) sin poder decir ni mu.

 
¡No te metas mucho en la playa!

De pequeño su obsesión era directamente que no entrase en la piscina, así me pasaba que llegué a tener un miedo reverente a todo lo relacionado con el agua (me refiero a piscinas, ríos, pantanos y /o similar). De mayor, aun sabiendo que esa batalla la tiene perdida, se ha forjado en su mente una nueva película: el mar, incluso solo unos metros adentro de la playa, está repleto de fosas submarinas, mareas peligrosas y animales asesinos de toda índole que te pueden arrancar un pie a la mínima. Y si todo eso no funciona, directamente el agua estará tan fría que te dará un patatus y ahí te quedaras para siempre sin que nadie pueda llegar a socorrerte.

 
¡Cuidado con los venenos!

Dependiendo de la época del año, en mi pueblo, era normal que los chavales bajáramos al valle, a los huertos o al río, a hacer el cabra y también, aprovechando, a comer todo lo que se pusiera a tiro: moras, higos, pepinos, tomates, pipas, maíz, etc…

Pues bien, para mi madre, cualquier cosa comestible que hubiera sido plantada, estaba infestada de venenos que los hortelanos de mi pueblo se dedicaban a fumigar día y noche. Así que cada vez que agarraba un pepino lo observaba detenidamente de arriba abajo y lo pulía hasta sacarle brillo con mi camiseta.
 

¡No mires las chispas!

Mi tío tenía una fragua en el pueblo. Y allí trabajaban él y mis primos. Y a mí me encantaba subir muchas tardes después del cole a estar con ellos, a ver lo que hacían, a mirar como trabajaban, pues eran (y son) unos auténticos currantes.

Eso sí, tenía absolutamente prohibido tocar nada, pues el martillo me aplastaría un dedo, la sierra me rebanaría la mano en un santiamén y el yunque se me caería en un pie dejándome cojo. Y no solo prohibido tocar, sino también mirar, pues según mi madre si miraba las chispas mientras forjaban me quedaría ciego sin remedio. Así que cada vez que se ponían con el soldador, me alejaba correteando a una esquina y me tapaba los ojos. Así ha pasado, que a mis primos les chifla todo lo relacionado con la pólvora, cohetes y petardos, y a mí me produce auténtico pánico.

 


Pues sí, así es, mi madre siempre ha tenido mucho, muchísimo miedo. ¿Cómo explicarla que una cosa es la prudencia y otra la irresolución? No debo hacerlo, pues aunque miedosa, no conozco persona más valiente que ella.

 

 

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