Hubo un tiempo que me quedaba a oscuras, arrodillado, sólo. Y rogaba, imploraba, que existieran. Cerraba los ojos, deseaba que algo, lo que fuese, me rozase. No sentía ningún tipo de miedo, sólo era excitación porque ocurriese. Hablaba. Contaba mi vida, esperando que me escucharan. Buscaba consuelo y apoyo.
Apoyo poco encontraba. Consuelo a veces. En cambio, lloraba. Y eso me calmaba en parte.
Con los años, aunque no paraba de reír, mi
rostro se endureció. Mi ceño se frunció. Y nunca dejé de entrar en esa
habitación, cada vez más fría. Y no me arrodillaba. Me quedaba de pie, mirando.
Quería una explicación. Miraba fijamente a los ojos. Y esos ojos me sonreían. Y
mi rostro se iba sosegando, mi ceño se iba apaciguando. Lo que no cambiaba eran
mis lágrimas.
Nunca un ruido. Ni un suspiro. Ni una ráfaga
de aire. Ni una luz. Nada. Me hacía la ilusión, al menos, de que existiría
tranquilidad, sosiego, calma. Pero irónicamente, al mismo tiempo, a mí, a
veces, me hacía sentirme rabioso, cabreado, pues ni siquiera me había dicho adiós.
Esa noche estaba tumbado en la cama de mi
habitación, con mi nene al lado, cogiéndole de la mano y acariciando su pelo. Era
madrugada y por el balcón entraba la claridad de la noche, los sonidos de esa
lechuza que me acompaña desde que era niño. La paz era total y yo, como otras muchas
noches, aprovechaba dando vueltas a mi cabecita loca.
Miré hacía el pasillo. Lo vi cruzar. Muy despacio,
muy lentamente. Era una luz muy blanca, con forma humana, que se dirigía a esa
habitación fría, oscura, a la que ya nadie entraba nunca, sólo yo. Note como
mis ojos se agrandaron, como mi cuerpo se sobrecogió de la emoción. Me di
cuenta que había provocado en mí una sonrisa, que me había calmado hasta el
punto de estar casi flotando. Cerré los ojos. Había sido real.
Me levanté. Me dirigí a esa habitación. Entré.
Estaba allí, en una silla, mirándome, sonriéndome. Había envejecido, como si
realmente hubiera pasado el tiempo. Así hubiera sido. Era alucinante. Me acerqué.
Notaba, sentía, oía los latidos de mi corazón en mi pecho, iba a explotar. Me arrodillé
delante. Descansé mi cabeza en su pecho y posó sus manos en mí, una en mi
cabeza, la otra en mi hombro. Sin decir nada. Sentí su calor, su calma. Había deseado
algo así durante años de larga espera. Me quedé así, allí, no recuerdo cuanto
tiempo, quizás toda la noche. Caían mis lágrimas sin cesar, sentía como
resbalaban por mi rostro continuamente, pero no estaba sollozando, ni gimiendo,
ni siquiera suspirando. No estaba triste. Era un placer. Había sido un sueño. Maravilloso.
Bonito sueño...lo recuerdo.
ResponderEliminarQue lindo sueño.... es precioso. mis besos y mis sonrisas..
ResponderEliminarGracias Marijose, fue precioso sí.
EliminarQuizá no fue un sueño, a lo mejor ese ángel decidió mostrarte que nunca te abandonó... al menos no del todo. Conmovedor. Besitos, Kike
ResponderEliminarQuizás fue así, que nunca te abandonan. Besos Chari.
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