Duermo. Pero
no descanso.
Es como si
todo aquello que lucho por mantener fuera de mi mente durante el día,
aprovechara la noche. Como si todo el día estuvieran acechando, implorando que
llegue la oscuridad para entrar. Aprovechan cuando el guerrero duerme, cuando el guardián cierra los ojos, agotado, para invadir. Se agolpan a las puertas y entran masacrando todo.
Me desperté.
No conocía esa habitación, ni esa cama. No sabía nada. No sé nada.
Me levanté y
recorrí un pasillo largo. Estaba oscuro, pero, no sé porque razón, sabía dónde
me dirigía. Me acerqué en silencio, hasta un sofá. Estaba durmiendo. Podía divisar su silueta.
Me quedé mirando. Alargué mi mano. Y la toqué. Y la retiré rápidamente, no porque estuviera fría como la muerte, no porque quemara como el fuego, la retiré, sencillamente, porque me estremeció rozar su piel.
Podía sentir.
Oía su respiración. Oía mi corazón. Volví a alargar mi brazo, mi mano, mis
dedos, bajando por su brazo, desde su hombro, hasta su muñeca. Podía sentir.
Aparte su
melena muy lentamente, no quería despertarla. Ronroneó entre sueños.
La cogí entre
mis brazos y la llevé a la cama. Seguía dormida.
La tumbé. Yo
detrás. El silencio era absoluto. Duerme… duerme por favor. Y tú despierta… despierta por favor. Pero no.
Su espalda… con gotitas de sudor. Acerqué mis dedos, deslizando. Podía sentir.
Desde su nuca, bajando por su columna. Sentía su piel. Las yemas de mis dedos sentían su piel.
Se despertó.
Yo quería que durmiese, pero se despertó. Yo quería despertarme, pero seguía
soñando.
Se dio la
vuelta. Y me besó. Me besó. Nos besamos. Y oía risas al lado ¡uy! Si se están besando…
Y seguimos besándonos. Y sentía su boca.
No me importaban las risas. No la importaban las risas. Porque también nosotros nos reíamos.
Y se puso encima de mí. Tócame. Muévete. No me pertenecía. No la pertenecía.
Nos daba igual todo. Era deseo. Solo era deseo de abrazar. Suspiré.
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