Me he reído tanto en este mundo,
que a veces pienso que ya necesito de otro.
También he llorado, básicamente de
rabia y perplejidad. La pena nunca me ha hecho llorar.
Empiezas a contar los años y ya
no sabes si creces o decreces. Ya no sabes si lo has dado todo o aún queda algo
dentro.
Me refugio aquí. Tenía otros
escondites, pero ya no tengo las llaves y dentro no espera nadie.
Dicen que tengo suerte. Que me
tienen envidia. Que quieren vivir como yo. Esta es una de esas veces de las que
me rio en este mundo. Yo no sé nada de los demás. Y, la verdad, me importan un
pepino. Por eso mismo no soy egoísta, pues les dejo.
Me quedo mirando atrás, sin decir
nada. Cuando les veo reír, me dan ganas de llorar.
Escucho y escucho, no paro de
escuchar. Y por la forma en que lo hacen, por sus gestos, por sus sonrisas o
guiños, casi hasta les llego a entender. A veces, lo reconozco, nunca he
llegado a entender, y eso me ha hecho llorar.
Aún tengo tiempo. Por eso, aunque
rio menos, sonrío más.
Realmente no me quejo. Lo guardo
todo y no lo comparto. Soy un tragón. Que le voy a hacer.
Mis pensamientos están planos,
pero a rebosar, como un estanque al 100% de su capacidad. Como llueva este
invierno, yo no sé qué va a pasar (coño hasta rima y todo).
¿Dónde? Ni idea. ¿Qué haces? Lo
desconozco. ¿Por qué?
Mi nota media era un Bien, como
mucho un Notable, pues hay cosas que nunca llegaba a comprender, no comprendo
ni jamás comprenderé.
Pero mientras escribo miro la
foto, y vuelvo a sonreír. Son las 4 y 52 de la tarde, tenía un arañazo en el
dedo, necesitaba curarlo.
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