Tampoco
tengo la culpa de que sea costumbre zamparlas con las campanadas. A saber a
quién se le ocurrió tal idea, no me apetece buscarlo.
El
caso es que llega la tarde de noche vieja, me paso por la cocina para fisgonear
un poco y ahí están: en sus cuencos, lavadas, brillando. Me pongo un vinito, agarró
un trozo de jamón y me quedo mirandolas ¿Y si como unas cuentas?
Yo
no sé si dará mala suerte o algo así, pero pasa por mi mente. Quizás el día de
noche vieja solo debas comer las 12 uvas y punto final, no vaya a ser que la
desgracia te persiga durante todo el año.
Me
gustan desde pequeño. En mi casa del pueblo tenemos una parra en el patio y
cada año contaba los racimos que brotaban. En cuanto se hacían un poco
regordetas las engullía. También cuando subía en bicicleta a la piscina de la
casa de mi tío Gervasio. No me bañaba, pues tenía pánico al agua, así que
mientras todos chapoteaban yo me dedicaba a comer uvas y pepinos del
huerto de mi tío.
A
lo que vamos, que casi siempre que voy al super compro uvas. He comprobado que
es relajante ir arrancándolas y metiéndotelas en la boca. Quizás en esos
momentos estoy pensando en vino, a saber.
También
un par de años fui a vendimiar. Mientras canturreaba entre cepa y cepa, con el
sol achicharrando mi nuca, fantaseando con la mísera esclavitud que estaba
sufriendo, comía uvas como un payaso.
Ya
termino, vayamos al grano. Termino de cenar y observo el cuenco con las uvas,
12, que mi tía, muy apañada ella, ya nos ha lavado y contado.
Las
voy colocando por orden. El mes de enero, una pequeña, es un mes divertido y
que pasa rápido entre fiesta y fiesta. Para los meses de febrero y marzo las
cojo contundentes, suelen ser meses fastidiosos y tristones. Abril y mayo
normalitas. Junio un poco más reluciente. A julio y agosto les dedico las más
pequeñas y retozonas. En septiembre vuelve a subir el volumen. Las más gordas
las dejo para octubre y noviembre, meses en los que necesitas energía, y
termino de nuevo en diciembre, con una uvita correntucha, pasable, para que no
me atragante al final.
¡Feliz
año nuevo! ¿Qué culpa tengo de que me apetezca seguir comiendo uvas? Pero
claro, mi mente vuelve a martillearme con la mala suerte… ¡No comas más uvas
Kike! Me rasco la cabeza y lo dejo. Pero ese saborcillo dulce… ¡qué bien viene
con el champan!... ¡Kike joder! ¡Que no! Vale, vale, vale. ¿Una
sola? ¿Qué puede pasar? ¿Dos…? ¡Qué pesaito eres macho! ¡Que no!
Me
encojo de hombros, dejo la copa de champan y vuelvo al vino, pues dicen que
mezclar es malo.